El crimen organizado se enquistó en el aparato estatal

Varias fueron las denuncias de los propios parlamentarios de que ese poder y los otros del Estado están inficionados por el narcotráfico. En efecto, el crimen organizado se ha instalado en el aparato estatal hace rato. La impunidad de que goza es el resultado del soborno a policías, fiscales y jueces, así como de la retribución de favores por parte de los políticos que ocupan cargos electivos gracias al dinero del narcotráfico. Si en las campañas electorales hay un enorme despliegue de recursos económicos es porque los narcotraficantes creen buen negocio invertir parte de sus cuantiosos ingresos en futuros protectores influyentes en el Gobierno. Quizás sea ingenuo pretender que en el Congreso se tienda un cordón sanitario para aislar a los seriamente indiciados y que la investigación fiscal genere alguna imputación seguida de condena. Pero, por lo menos, se impone que los partidos no vuelvan a presentar como candidatos a los parlamentarios cuyos nombres se embadurnaron con el nauseabundo olor de las drogas.

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El exfiscal y actual presidente de la Cámara de Diputados, Hugo Velázquez, afirmó que el narcotráfico está en todas las entidades del Estado. El senador oficialista Mario Abdo Benítez se expresó en igual sentido: “hay que ser miope para no darse cuenta de que el narcotráfico está en los tres poderes”. Sus colegas opositores Robert Acevedo y Desirée Masi se limitaron al Poder Legislativo. El primero informó que el jefe de la Secretaría Nacional Antidrogas (Senad), Luis Rojas, conoce los nombres de los legisladores que visitan a narcotraficantes. Estas gravísimas declaraciones –desatadas por el doble crimen del que fueron víctimas el periodista Pablo Medina y su acompañante Antonia Almada– no dan cuenta de nada que la opinión pública no sepa ya desde hace tiempo.

En efecto, el crimen organizado se ha instalado en el aparato estatal hace rato. La impunidad de que goza es el resultado del soborno a policías, fiscales y jueces, así como de la retribución de favores por parte de los políticos que ocupan cargos electivos gracias al dinero del narcotráfico. A veces estos últimos están directamente implicados en esa actividad delictiva, como acaba de constatarse con respecto al prófugo Vilmar Acosta, intendente municipal de Ypejhú. Los congresistas, en particular, amparan a los delincuentes mediante la influencia que ejercen sobre fiscales y jueces nombrados por ellos mismos. Esa protección podría haber tenido incluso un carácter legal, si en octubre de 2013 no hubiese sido rechazado un proyecto de ley que prohibía extraditar a presuntos narcotraficantes paraguayos: lo presentó el diputado Bernardo Villalba (ANR), defensor en una causa penal del hijo del conocido delincuente Erineu Soligo.

Y conste que en la Cámara Baja también están Carlos Maggi (ANR) –hijo del dueño de una estancia donde se habían incautado 300 kilos de cocaína–, Freddy D’Ecclesiis (ANR) –acusado por su colega Perla de Vázquez (hoy independiente) de ocuparse de los mismos “negocios”– y, desde luego, la cuestionada Cristina Villalba, entusiasta protectora de Vilmar Acosta, presunto autor intelectual del asesinato de nuestro periodista y hace tiempo denunciado por este por sus conexiones con el narcotráfico.

Si en las campañas electorales hay un enorme despliegue de recursos económicos es porque los narcotraficantes creen buen negocio invertir parte de sus cuantiosos ingresos en futuros protectores influyentes en el Gobierno. En ciertos departamentos, como los de Concepción, San Pedro, Caazapá, Canindeyú y Amambay, debe de ser muy difícil competir con quienes cuentan con el apoyo del crimen organizado, tanto en las elecciones internas como en los comicios generales y municipales. En vista de eso, sería aconsejable que las propias organizaciones políticas impidan de entrada que las personas sospechadas de tener vínculos con el narcotráfico puedan candidatarse para ejercer un cargo electivo. Y aquí no vale aquello de la “presunción de inocencia”, pues es sabido que la corrupción rampante en el Ministerio Público y en el Poder Judicial hace que la falta de imputación o un fallo absolutorio no brinden ninguna patente de honradez, aparte de que un mero tecnicismo jurídico puede conducir a que el más flagrante delito resulte impune. Vale recordar que el general Lino Oviedo había dicho en 2007 que él había salvado de la cárcel al actual diputado Maggi, a quien acusaban de narcotraficante: “Yo le solucioné con el juez su libertad y se destruyeron los antecedentes”, expresó orondamente. Apenas cabe agregar que hoy se puede lograr lo mismo con algún juez y con respecto a cualquier pez más o menos gordo de la cadena delictiva.

Si es que su financiamiento no depende del dinero sucio, los partidos políticos deben depurarse, algo que hasta ahora han evitado escudándose en la tan mentada presunción de inocencia. No se sabe de ninguna organización política que en los últimos años haya expulsado de sus filas a quien delinquió en el ejercicio de un cargo público o a quien fue condenado por dedicarse al tráfico ilícito de drogas. Es como si no les interesara en absoluto que su imagen quede manchada por las fechorías de sus afiliados. Suponen, acaso, que la corrupción no tiene ningún impacto electoral, sin advertir que los tiempos están cambiando. Un partido político que no expulsa a sus miembros sospechados de tener lazos con el crimen organizado, o hasta de formar parte de él, es uno al que no le importan su propio prestigio y su destino. Debería saber que en la primera justa electoral que haya, sus competidores lo acusarán de protector de narcotraficantes. Y será verdad.

En cuanto a los parlamentarios, el Ministerio Público debe empezar por investigar a aquellos cuyos nombres son conocidos por el jefe de la Senad; ninguno debe escudarse en sus fueros para impedir la acción de la Justicia. Más aún, conviene que, desde ya, todos los legisladores den el paso que han anunciado 22 de los 27 diputados liberales, es decir, poner a disposición sus fueros ante cualquier sospecha. Uno de ellos –Eusebio Alvarenga– lamentó que las “acusaciones generalizadas” dañen tanto la imagen institucional de la cámara. Esas acusaciones continuarán y la imagen de ese órgano seguirá estando muy afectada mientras sus miembros, así como los del Senado, sigan siendo sospechosamente complacientes con quienes delinquen o protegen a narcotraficantes. Si los legisladores honestos no tienen el coraje de desenmascarar y de apartar de su lado a quienes deshonran el Congreso, no deben quejarse de que la opinión pública los meta a todos en la misma bolsa inmunda.

Quizás sea ingenuo pretender que en el Congreso se tienda un cordón sanitario para aislar a los seriamente indiciados y que la investigación fiscal genere alguna imputación seguida de condena. Pero, por lo menos, se impone que los partidos políticos no vuelvan a presentar como candidatos a los parlamentarios cuyos nombres se embadurnaron con el nauseabundo olor de las drogas. El propio electorado sabrá castigarles si tienen la desfachatez de postularse de nuevo.

Ya no debe haber contemplación con los bandidos que fungen de legisladores, autoridades o funcionarios públicos.

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