El tiempo les ayuda a los sinvergüenzas

El hecho de que los escándalos de gran tamaño se sucedan con tanta frecuencia hace que los últimos desplacen rápidamente de la atención pública a los anteriores. Ahora mismo, el doble crimen del que fueron víctimas nuestro periodista Pablo Medina y su acompañante Antonia Almada está exhibiendo la fuerza del crimen organizado y, de paso, casi relegando al olvido, por ejemplo, que el diputado José María Ibáñez haya pedido disculpas por los delitos que se le imputan: estafa, cobro indebido de honorarios y emisión de documentos de contenido falso. Hay, sin embargo, signos alentadores de que, ante la suma de impudicias, la ciudadanía ha llegado al hartazgo y ya no piensa seguir soportando a los desvergonzados, como acaban de hacer, por ejemplo, compatriotas residentes en Buenos Aires cuando el senador Víctor Bogado se atrevió a aparecer por allí. Parece que el recurso de esperar que pase la tormenta, para después seguir en lo de siempre, ya está dejando de ser todo lo efectivo que venía siendo.

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El hecho de que los escándalos de gran tamaño se sucedan con tanta frecuencia hace que los últimos desplacen rápidamente de la atención pública a los anteriores, de modo que los involucrados pueden escapar pronto de la repulsa ciudadana. Ocurre que las nuevas fechorías desvían el interés de la gente hacia lo novedoso. Duele, pero los sinvergüenzas tienen buenas razones para confiar en la impunidad que otorga el olvido. Tan es así que, con el correr del tiempo, hasta pueden permitirse pontificar sobre temas nacionales, disertar sobre la honestidad en el manejo de la cosa pública o hasta volver a ocupar en breve un cargo importante, como es el caso del exdiputado Carlos Soler (Patria Querida), que hoy funge de gerente de créditos del Indert tras haber practicado el nepotismo en la Cámara Baja.

La considerable caradurez de los políticos les permite volver por sus fueros, una vez que se han calmado las aguas agitadas por una ciudadanía indignada. Ya aparecerán otros de la misma calaña que se apropiarán del dinero ajeno, instalarán a sus parientes en algún lugar del presupuesto nacional o pasarán sus horas libres como funcionarios del Congreso. Lamentablemente, la gente no puede recordar durante mucho tiempo tantas impudicias para, al menos, aplicar la sanción moral que corresponda. Por eso, por ejemplo, el senador Juan Carlos Galaverna puede seguir hablando sobre las bondades de la democracia, pese a que alguna vez confesó haber cometido un fraude electoral en los comicios internos de su partido, y a que la víctima de ese fraude lo acusó después de ser un “ladrón de galletas” de la Policía Nacional.

No serán muchos los paraguayos que hoy puedan mencionar aunque sea solo a algunos de los legisladores que el año pasado se negaron, en primera instancia, a revelar los nombres y los sueldos de los funcionarios del Congreso, ni de los senadores que poco después rechazaron el desafuero de su colega Víctor Bogado.

Ahora mismo, el doble crimen del que fueron víctimas nuestro periodista Pablo Medina y su acompañante Antonia Almada está exhibiendo la fuerza del crimen organizado y, de paso, casi relegando al olvido, por ejemplo, que el diputado José María Ibáñez haya pedido disculpas por los delitos que se le imputan: estafa, cobro indebido de honorarios y emisión de documentos de contenido falso. Si acaba de pedir a la Cámara que integra un permiso de 50 días, sin goce de sueldo, es porque no solo supone que con ello ya daría satisfacción a la ciudadanía, sino porque también espera que el 1 de marzo próximo, una vez concluido el receso parlamentario, muy pocos serán los que se acuerden de sus tropelías.

¿Y quién recuerda hoy los nombres de los fiscales y jueces que fueron destituidos por el Jurado de Enjuiciamiento de Magistrados por haber prevaricado en beneficio de narcotraficantes? Nunca recibieron una condena penal y hoy ni siquiera sienten el repudio ciudadano, porque ya no se recuerdan sus nefastos antecedentes.

Como una corruptela tapa a la otra, qué pasaría si se ventilaran todos los hechos ilegales que ocurren en nuestro país, ya que, ante la magnitud de la podredumbre que se viene conociendo a través de la prensa, puede pensarse que se trata solo de la punta del iceberg. Por ejemplo, según el senador Robert Acevedo, ella estaría enterada de apenas el 1% de lo que ocurre en el mundo del narcotráfico.

Ante esta arremetida de la rampante corrupción e inmoralidad que sacude las fibras de la República, la ciudadanía debe poner fin a la “memoria corta” y no dejarse absorber por el último escándalo para olvidar muy pronto otro quizás de igual o mayor gravedad. Hay que esforzarse por privar a los bandidos de la alegría que puede darles la revelación de un nuevo escándalo, en la esperanza de que así la atención pública se dirigirá hacia otros malandrines.

Si se ha llegado a estos extremos es porque la impunidad ha dado ancho campo a la corrupción. La libertad de prensa permite que la mugre salga a la luz, pero no basta para que sus causantes sientan el rigor de la ley. Mientras ello no ocurra, seguiremos sufriendo la cotidiana afrenta de quienes roban, matan, trafican ilegalmente bienes o influencias, amparados por el poder político. Que al menos no se escapen de nuestra memoria.

Hay signos alentadores de que, ante esta suma de impudicias, la ciudadanía ha llegado al hartazgo y ya no piensa seguir soportando a los desvergonzados. Es lo que acaban de hacer, por ejemplo, compatriotas residentes en Buenos Aires, cuando el senador Víctor Bogado se atrevió a aparecer por allí, y es también lo que temen experimentar muchos legisladores que, por eso mismo, ya no visitan lugares públicos capitalinos. Parece que el recurso de esperar que pase la tormenta, para después seguir en lo de siempre, ya está dejando de ser todo lo efectivo que venía siendo, con lo cual el “saneamiento moral de la Nación”, anhelo del recordado monseñor Ismael Rolón, podría hacerse realidad. Para ello, la ciudadanía tiene la llave en sus manos.

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