Impunidad: amparo y reparo de la corrupción

A casi 25 años del golpe que derrocó a la dictadura en nuestro país, con la instauración de un nuevo periodo constitucional de gobierno, con Horacio Cartes en la Presidencia, la ciudadanía está dando inequívocas señales de que está dispuesta a apoyar las iniciativas del Primer Mandatario para encaminar al país hacia un “nuevo rumbo”. Quizá por el poco tiempo de gestión cumplida y la desastrosa situación de la administración pública heredada de los gobiernos de Lugo y Franco, hasta ahora el presidente Cartes no ha pasado de las promesas en cuanto a pedir cuentas a los malos administradores de los caudales públicos que derrocharon billones de guaraníes aportados por los contribuyentes. La suerte del país depende de que el presidente Cartes no pierda la visión del nuevo rumbo que se ha propuesto.

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Hace algún tiempo habíamos señalado en un comentario editorial que “la realidad es que el Paraguay es un país donde los tres Poderes del Estado están infectados con el cáncer de la corrupción y que mientras esta perversa situación subsista, ninguna alternancia gubernamental, partidaria o personal será panacea para erradicarla”. A casi 25 años del golpe militar que derrocó la más larga dictadura de nuestra historia, con la instauración de un nuevo período constitucional de gobierno, con Horacio Cartes en la presidencia de la República, la ciudadanía está dando inequívocas señales de que está dispuesta a apoyar las iniciativas del Primer Mandatario para encaminar al país hacia un “nuevo rumbo”, en caso de que la promesa presidencial no sea más de lo mismo, como la impostura del “cambio” prometida por el exobispo Fernando Lugo, o aquel medio siglo de progreso nacional que el presidente Juan Carlos Wasmosy prometió concretar en sus cinco años de gestión al frente del Estado.

Para decepción del pueblo y perjuicio para el país, su administración resultó un fiasco cuyas secuelas aún perduran en “monumentos a la corrupción” tangibles como el ruinoso complejo habitacional de Mariano Roque Alonso, e intangibles, como la quiebra fraudulenta del Banco Nacional de Trabajadores y de bancos privados que habían financiado su tramposa campaña electoral, las estafas financieras contra el patrimonio del IPS y la convalidación de los abusos financieros brasileños en Itaipú, incluida la célebre “deuda espuria”, entre otras perlas de su corrupta administración gubernamental.

Quizá por el poco tiempo de gestión cumplida y la desastrosa situación de la administración pública heredada de los gobiernos de Fernando Lugo y de Federico Franco, hasta ahora el presidente Cartes no ha pasado de las promesas en cuanto a pedir cuentas a los malos administradores de los caudales públicos que derrocharon billones de guaraníes aportados por los contribuyentes, impulsando una sistemática imputación legal contra los incursos en delitos contra el patrimonio público, con nombres y apellidos, sin encubrimientos ni intrigas políticas. Mientras el Presidente de la República no pase de las palabras a los hechos, será de poco valor la conciencia pública generada a favor de su decisión de combatir frontalmente la rampante corrupción que campea en la administración del Estado, peso muerto que frena todo intento de navegar en el buen rumbo. Esto, porque el Poder Ejecutivo es el responsable directo de la administración del Estado, y para este fin tiene la facultad constitucional de requerir el apoyo del Congreso Nacional y del Poder Judicial, garantes y corresponsables del buen gobierno de la República.

Como ya se está viendo en estos momentos, la cruzada del presidente Cartes contra la corrupción empieza a encontrar resistencia en el Congreso –que debiera ser su apoyo–, no necesariamente de la oposición política allí representada, sino, irónicamente, de sus propios correligionarios colorados, en particular de aquellos que, como otros colegas, accedieron a sus bancas mediante las nefastas listas “sábana”, y que, por ende, en términos democráticos no representan genuinamente al pueblo soberano porque este no los eligió uninominalmente, como corresponde. En realidad, la renuencia del Congreso para apoyar al Presidente de la República en su lucha contra la corrupción estatal no debe sorprender, pues se trata de una perversa actitud política siempre vigente desde el inicio de la transición a la democracia.

Tal vez por esa razón el presidente Cartes se ha mostrado cauto y se ha abstenido hasta ahora de dirigir a la Nación un mensaje firme e inequívoco en el sentido de que está decidido a llevar adelante contra viento y marea su campaña de lucha contra la inmoralidad pública que inficiona todas las reparticiones del Estado, desde las que se contagia a los diversos estamentos de la sociedad. Sin embargo, está obligado a hacerlo en algún momento, pues debe preparar a la ciudadanía para los sacrificios que impondrá la ímproba tarea de rectificar el rumbo del país, habida cuenta de que los demás Poderes del Estado corresponsables del destino de la Nación están también contaminados por el mal, por lo que se mantendrán remisos, hasta donde puedan, a cooperar con el Ejecutivo para la implementación de las drásticas medidas de saneamiento que la administración pública requiere para superar la rémora del clientelismo político depredador que está en la génesis de la corrupción y la impunidad imperantes en nuestro país.

Siendo esto así, la única fuerza de apoyo, necesaria y suficiente, con que cuenta la iniciativa presidencial para impulsar su patriótica agenda es la sociedad civil firmemente movilizada mediante las redes sociales de internet y los medios masivos de comunicación que se muestren a favor de la campaña de moralización pública. La lucha contra la corrupción será una tarea ardua y, por consiguiente, le será necesario al Presidente preparar a la Nación para la onda de choque de la “madre de todas las batallas” que está dispuesto a lanzar, como condición sine qua non para enderezar el errático rumbo que lleva el país desde el fin de la guerra contra la infame Triple Alianza, y que ha malogrado su oportunidad de convertirse en una de las naciones más prósperas de la América del Sur.

Esta cruzada contra la causa y el efecto del metafórico cáncer que impide al Paraguay dar ese anhelado salto adelante –la impunidad y la corrupción– requiere una movilización espiritual de todo el pueblo paraguayo, de todas las edades y condiciones sociales, por encima de banderías políticas, en pos de un vital interés nacional. Más allá de la ilegitimidad democrática de representatividad que afecta a muchos parlamentarios por la forma de su elección, ellos fungen como “representantes” constitucionales del pueblo y, como tal, se deben alinear con la voluntad de la mayoría ciudadana y dar curso a sus demandas, so pena de sufrir el ostracismo político a corto plazo, lo que se dará –como ya se dio con algunos que pretendían el “rekutu”– en represalia por su traición al clamor popular en el que se juega el destino de las presentes y futuras generaciones de paraguayas y paraguayos.

En democracia, la voluntad popular es insoslayable y su presión es irresistible, por lo que será finalmente el pueblo, como en otros países, el que dé el tiro de gracia al monstruo de la corrupción, y del escudo de impunidad que la protege. Una vez que los legisladores escuchen la voz del pueblo y sus demandas, no tendrán otra opción que cumplir con su soberana voluntad. A partir de que eso suceda, la Corte Suprema de Justicia, que tiene a su cargo la jurisdicción de la justicia, tampoco tendrá otra salida institucional que no sea la de secundar la iniciativa de moralización pública emprendida por el Presidente, enviando a la cárcel a los concusionarios que resultaren incursos en delitos de corrupción.

Aunque la fuerte inercia de impunidad centrada en el Poder Judicial resistirá también hasta donde pueda la marea de reivindicación moral reclamada por la ciudadanía, finalmente no tendrá otra salida que doblegarse ante su reclamo, sea con la renuncia de los ministros de la Corte Suprema de Justicia bajo presión de la sociedad civil, sea con su destitución constitucional por el Congreso mediante juicio político. Por tanto, la suerte del país depende de que el presidente Cartes no pierda la visión del nuevo rumbo que se ha propuesto, ni el coraje para conducir a buen puerto la nave del Estado a través del agitado mar que tendrá que cruzar para sanear el Gobierno de la República. Solo así podrá contar con el imprescindible apoyo popular que necesita.

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