Indignante manipulación de las instituciones republicanas

El “affaire” de la Contraloría General es un asunto que va mucho más allá de la anécdota política o social escandalosa, generador de reacciones de indignación, inspirador de apostillas humorísticas y multiplicador de comentarios periodísticos en serio o en sorna, porque, si moralmente es un hecho grave, políticamente es un hecho gravísimo. Se trata de una tan patente como desdichada demostración práctica de cómo la politiquería combinada con la corrupción es capaz de demoler, haciéndola pedazos, una de las más fundamentales instituciones republicanas, esencial para toda república que pretenda ser democrática. Una institución pensada, creada y organizada para ser los ojos y oídos del pueblo, el vigilante supremo de la administración pública, y que, por ese motivo, la Constitución de 1992 la elevó al muy alto y distinguido nivel de lo que se conoce como “organismo extra poder”, es decir, autónomo de los Poderes del Estado. La gente está harta de que los políticos se repartan las instituciones republicanas como si fuesen fenicios haciendo trueque de mercaderías.

Cargando...

El “affaire” de la Contraloría General de la República es un asunto que va mucho más allá de la anécdota política o social escandalosa, generador de reacciones de indignación, inspirador de apostillas humorísticas y multiplicador de comentarios periodísticos en serio o en sorna, porque, si moralmente es un hecho grave, políticamente es un hecho gravísimo.

Se trata de una tan patente como desdichada demostración práctica de cómo la politiquería, combinada con la corrupción, es capaz de demoler, haciéndola pedazos, una de las más fundamentales instituciones republicanas, esencial para toda república que pretenda ser democrática. Una institución pensada, creada y organizada para ser los ojos y oídos del pueblo, el vigilante supremo de la administración pública, el defensor inteligente, celoso y recio de los más caros intereses colectivos, esos que fueron puestos por la ciudadanía en manos de los gobernantes.

La Constitución de 1992 elevó a la Contraloría General de la República al muy alto y distinguido nivel de lo que se conoce por “organismos extra poder”, es decir, unidades que se crean para ser funcional y administrativamente autónomas de los Poderes del Estado, ya que, por la finalidad específica que deben cumplir, es imprescindible que no sean subalternas de ninguno de ellos, ni de otras fuerzas de poder fáctico.

El cargo de contralor general debería, consecuentemente, estar reservado para personas adornadas de dos cualidades cardinales, a lo menos: una historia personal exenta de toda sospecha de inmoralidad (o sea, básicamente, incorruptibilidad) y la fehaciente posesión de conocimientos administrativos de niveles superiores. Solamente poseyendo estas condiciones, un candidato podría asumir este cargo con posibilidades de tener éxito en su ejercicio.

¿Cómo se elige al contralor general en nuestro país, según la práctica político-partidaria establecida fácticamente, o sea, según las normas no escritas con las que se busca burlar el espíritu legislativo constitucional? Pues estableciendo la regla de que ese cargo le corresponde a un candidato propuesto por partidos políticos que perdieron las elecciones; o sea, a los que se suele llamar “opositores”. Entre estos se distribuyen los lugares reservados para ellos por la regla no escrita y particular creada para uso y provecho propio de ciertos partidos.

En este caso, la Contraloría General le cayó de premio al Partido Unace en la ruleta de la suerte electoral. Esta organización envió al Congreso sus dos ternas (para contralor y subcontralor), posiblemente con los nombres tildados de quienes debían ser designados.

El actual contralor, Óscar Rubén Velázquez, no pasó hasta ahora de ser un funcionario anodino, inoperante, que contempla extasiado e inmóvil cómo se roba descaradamente en casi todas las grandes oficinas estatales y municipales, limitándose a alguna que otra denuncia generalmente sin consecuencias finales para los ladrones de recursos públicos. Sin embargo, se permite, además de esto y como si su defección ocasionase todavía poco daño al país, convertirse en sujeto judicialmente sospechoso de involucrarse hasta el cuello, él mismo, en los males que debe combatir: lesiones de confianza, tráfico de influencias, enriquecimiento ilícito, cohecho pasivo agravado y vaya a saberse cuántos más que irán apareciendo a medida que la investigación fiscal avance, si es que lo hace como debe y se espera.

Ante una situación como esta, ¿qué hubiera ocurrido en un país democrático, sólidamente institucionalizado, en el que la justicia y la política se administran y ejercitan correctamente?

Sucedería lo siguiente: si el afectado por el escándalo no optara por renunciar inmediatamente, poniéndose a disposición de la investigación oficial, el partido político que lo propuso lo sometería a sus reglamentos internos y lo apremiaría para que no continuara desacreditándolo. Si esto no fuese suficiente, el Congreso lo sometería a juicio político, sin esperar que la justicia se pronunciara, porque un contralor general que pierde la confianza pública, aunque después salga judicialmente sobreseído de los cargos que se le imputaron, ya no sirve para ejercer esa función, en la que la certeza de la calidad moral del titular es condición principalísima.

En nuestro país, hasta este momento, no pasa ni lo uno ni lo otro. Ni el señor contralor Óscar Rubén Velázquez realizó el acto de dignidad de apartarse del cargo, ni hizo otra cosa que pudiera interpretarse como acto de buena voluntad para despejar la suciedad que lo envuelve. Los que renunciaron son los subalternos implicados en las desvergonzadas irregularidades, esos “fusibles” a los que se hace saltar para que el jefe no se incendie.

Pero este fuego no lo apagarán de este modo tan simple. Si pretendemos ser una democracia respetable y respetada, tendremos que reconstruir moralmente nuestras instituciones republicanas de la demolición a la que sistemáticamente la someten los políticos que se las reparten como un botín de piratas después del trámite de cada elección.

Se diría que, apenas sancionada y puesta en vigencia la Constitución de 1992, con la ilusión de estarse edificando un nuevo y mejor país, inmediatamente después, los políticos venales y sus partidos corruptos comenzaron a elaborar su Constitución real y particular, un manual para adulterar, desviar o destruir las instituciones republicanas acabadas de erigir, como es el triste caso de la Contraloría General de la República, del Consejo de la Magistratura, de la Defensoría del Pueblo y varias más, a las que se suele aludir.

Guarde todo esto la ciudadanía paraguaya en su memoria, porque algo enérgico y decisivo tendrá que hacer para recuperar aquellas ilusiones que se abrigaban con optimismo en los albores democráticos de hace un cuarto de siglo.

La gente está harta de que los políticos se repartan las instituciones republicanas como si fuesen fenicios haciendo trueque de mercaderías. En este caso que afecta al contralor Óscar Rubén Velázquez, se pondrán a prueba la honestidad y sensatez de nuestra clase política.

Enlance copiado
Content ...
Cargando...Cargando ...