Insultantes montos en impuesto inmobiliario por tierras rurales

Desde hace mucho tiempo nuestro diario viene insistiendo en la imperiosa necesidad de ajustar la valuación fiscal de los inmuebles a los valores del mercado, pues lo que se abona en concepto de impuesto inmobiliario en la actualidad no solo es ya ridículamente irrisorio sino hasta insultante. La falta de correspondencia entre impuesto y precio de las tierras beneficia no solo a los productores, sino también -y sobre todo- a los especuladores, que mantienen sus tierras ociosas, confiando en que alguna obra pública o el simple paso del tiempo encarezca el valor de sus inmuebles para venderlos. La adecuación de los valores fiscales a los del mercado y un inteligente mecanismo punitivo les induciría a explotar la finca o a venderla a quienes deseen hacerlo, favoreciendo así a la producción agropecuaria. Las instituciones del Estado que resultan directamente afectadas por la falta de correspondencia en esta materia son las municipalidades y las gobernaciones.

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Desde hace mucho tiempo nuestro diario viene insistiendo en la imperiosa necesidad de ajustar la valuación fiscal de los inmuebles a los valores del mercado, pues lo que se abona en concepto de impuesto inmobiliario en la actualidad no solo es ya ridículamente irrisorio sino hasta insultante. El valor real de las fincas ha venido aumentando en forma vertiginosa, sin que el Servicio Nacional de Catastro haya actualizado la base imponible porque, entre otras cosas, el art. 50 de la Ley N° 125/91 estúpidamente prohíbe ajustar en forma anual el valor fiscal por encima de la tasa de inflación. Esta absurda limitación ignora que la construcción de una ruta o la mayor demanda mundial de alimentos pueden provocar un repentino aumento del valor de los inmuebles, en un porcentaje muy superior al del índice de precios al consumo.

Es lo que ha ocurrido en el Paraguay en las últimas décadas, debido al inusitado crecimiento de las actividades agropecuarias. Por si hiciera falta ilustrarlo una vez más, el productor uruguayo Gustavo Irazoqui, con inversiones en nuestro país, acaba de señalar que la cotización de las tierras del Alto Chaco pasó de 20 dólares por hectárea en 2004 a nada menos que 700 dólares este año. La tendencia creciente –similar a la que se observa en todas las zonas del país– continuaría debido a los precios internacionales convenientes de los productos alimenticios del agro. En el caso referido, el valor de las fincas tuvo un aumento del 3.500%, sin que el monto del impuesto inmobiliario haya acompañado –ni de muy lejos– el mismo incremento.

Para tener una idea del enorme desfasaje existente, basta apuntar que el Decreto N° 983/13 reajustó la valuación fiscal para el sector rural en solo un 20% (una propiedad de 5.000 hectáreas en el Alto Paraná que vale 50.000 millones de guaraníes y con un valor fiscal de 1.300 millones de guaraníes, pagó 13 millones de guaraníes de impuesto inmobiliario en este año). La falta de correspondencia entre impuesto y precio de las tierras beneficia no solo a los productores, sino también –y sobre todo– a los especuladores, que mantienen sus tierras ociosas, confiando en que alguna obra pública o el simple paso del tiempo encarezca el valor de sus inmuebles para venderlos. La adecuación de los valores fiscales a los del mercado y un inteligente mecanismo punitivo les inducirían a explotar la finca o a venderla a quienes deseen hacerlo, favoreciendo así a la producción agropecuaria.

Las instituciones del Estado que resultan directamente afectadas por la falta de correspondencia en esta materia son las municipalidades, que dejan de recaudar sumas multimillonarias, y las gobernaciones, que perciben el 15% de lo ingresado por ellas. La Constitución descentralizó el cobro del impuesto inmobiliario, pero mantuvo la centralización de la valuación fiscal, que sigue estando a cargo de los burócratas capitalinos, a pesar de que sin ninguna duda son los intendentes y concejales quienes mejor conocen el valor real de los inmuebles situados dentro del municipio y quienes pueden reaccionar con mayor rapidez a las variaciones en el mercado.

Insistimos, pues, en la conveniencia de otorgar a las municipalidades la facultad de tasar anualmente los inmuebles, garantizando la participación de los vecinos. Estos deberían poder objetar la valuación municipal, incluso cuando se refiera a propiedades ajenas, a fin de evitar manipulaciones en función de quien sea afectado.

Las ridículas sumas recaudadas en las zonas rurales, debido a la brecha cada vez mayor entre el valor fiscal y el real de los inmuebles, ni siquiera alcanzan muchas veces para cubrir los gastos administrativos. Cerrar esa brecha, capacitando debidamente al personal municipal, servirá no solo para que los sujetos imponibles dejen de pagar sumas bajísimas y los especuladores resulten desalentados, sino también para generar un notable aumento de lo recaudado en concepto de impuesto a las transferencias de propiedades. De hecho, si la tasación administrativa de un inmueble equivaliera a su precio de mercado, como debe ser, también se impediría el fraude habitual de hacer constar en las escrituras públicas un precio de venta igual al de la bajísima valuación fiscal.

Las consideraciones precedentes impulsaron el año anterior a la presentación de cuatro proyectos de ley en la Cámara de Diputados, que ya debían haber sido unificados en marzo último, según la intención de los legisladores, en consenso también con el Poder Ejecutivo. Sin embargo, se siguen demorando, pese a que las diferencias entre las iniciativas no son esenciales, salvo en lo que respecta al órgano encargado de la valuación fiscal: tres de ellas la encomiendan a las municipalidades –como también nuestro diario propone– y una la mantiene en el Servicio Nacional de Catastro, como está. Lo cierto es que a medida que pasan los meses el desfasaje entre el valor fiscal y el real tiende a ensancharse, en beneficio de los propietarios y en perjuicio del Estado.

Urge poner fin a tan bochornosa distorsión de la base imponible del impuesto inmobiliario, que priva a la población rural de obras y servicios que podrían financiarse si los ingresos municipales se ajustan a la realidad.

Es cierto que a mayor recaudación existe también la posibilidad de más malversaciones en municipios y gobernaciones, por lo que para impedirlo hace falta que el control ciudadano sea más profundo y constante. La transparencia administrativa será más imprescindible que nunca si la recaudación municipal aumentara considerablemente, en virtud de la adecuación propugnada. Es necesario que los vecinos, a su vez, exijan la publicación de los montos recaudados y verifiquen su buen empleo. Las penosas experiencias recogidas en el Fonacide deben servir para que, en adelante, los propios vecinos verifiquen las inversiones realizadas con el dinero de su bolsillo, sin confiar ciegamente ni en los intendentes ni en los concejales, y deben exigir a las autoridades que el mayor ingreso por el reajuste de la valuación fiscal de las fincas se traduzca en más obras públicas y en mejores servicios.

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