La ciudadanía debe controlar a las intendencias

Se va cumpliendo el primer año de gestión de los intendentes municipales electos y asumidos en todo el país. Es, pues, momento oportuno para que sus electores presten atenta observación a su alrededor, a ver qué es lo que se transformó en sus municipios, qué mejoró, qué promesas políticas se cumplieron efectivamente o se hallan en vías de concreción, y, asimismo, si ya pueden detectar cuáles fueron las mentiras del que hasta hace poco era su vecino y candidato electoral y hoy es su intendente o su concejal, sus omisiones y sus errores. En Asunción no es mucho lo que puede anotarse en la columna del “haber” del intendente Mario Ferreiro. Hace tiempo que las municipalidades perdieron su condición de centros verdaderamente comunales, de ámbitos creados para ordenar la existencia urbana, para atender prioritariamente las necesidades del vecindario, y para que los habitantes de cada localidad se sientan más íntima y placenteramente ligados a su “valle”. En vez de eso, cayeron en manos de politiqueros, convirtiéndose en agencias de empleos y usinas de negociados. Los ciudadanos y las ciudadanas deben fiscalizar rigurosamente a sus autoridades para recuperar estas instituciones para el desarrollo de los pueblos y ciudades del país.

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Se va cumpliendo el primer año de gestión de los intendentes municipales electos y asumidos en todo el país. Es, pues, un momento oportuno para que sus respectivos electores presten atenta observación a su alrededor, en sus barrios, en sus pueblos y ciudades, a ver qué es lo que se transformó en ellos, qué mejoró, qué promesas políticas se cumplieron efectivamente o se hallan en vías de concreción, y, asimismo, si ya pueden detectar cuáles fueron las mentiras del que hasta hace poco era su vecino y candidato electoral y hoy es su intendente o su concejal, sus omisiones y sus errores.

En Asunción no es mucho lo que puede anotarse en la columna del “haber” del intendente Mario Ferreiro. A los que se tiene bien individualizados y clasificados como grandes problemas de nuestra capital –desorden del tránsito, contaminación de todo tipo, riesgos para la seguridad pública, incumplimiento general, sistemático e impune de la normativa comunal, superpoblación de asalariados, incuria administrativa, etc.– no se les encuentra ninguna mejoría.

Seguramente no es razonable atribuir el fracaso relativo de esta nueva gestión administrativa exclusivamente al intendente, si se tiene en cuenta que él no es más que la cabeza visible de un armatoste que se volvió monstruosamente obeso, un paquidermo que traga mucho más de lo que trabaja y produce, perezoso, incapaz de avanzar más que a pasos lentos y vacilantes, casi siempre para nunca llegar, o llegar tarde, a todos los problemas para cuya solución se lo requiere.

Se sabe ya por experiencia histórica que la intendencia de la Municipalidad de Asunción es un cementerio de políticos. Nadie que pretenda realizar una carrera exitosa y ascender hacia puestos superiores debería aceptar ser candidato para ese puesto, porque de allí ninguno, en este último cuarto de siglo, salió profesionalmente prestigiado y con popularidad, sino todo lo contrario.

Pero ¿acaso todos los intendentes y concejales que tuvo Asunción en este período citado fueron personas incapaces, deshonestas, ineptas, en suma, lo peorcito que los asuncenos pudimos conseguir para esos cargos? Sería injusto e inmerecido generalizar de esa manera. Mas tampoco se les puede exculpar del todo con el pretexto de que cambiar lo que encontraron ya mal hecho “es demasiado difícil”. Conocían la situación antes de asumir. Por tanto, tienen una responsabilidad clarísima e indelegable, una obligación elemental a encarar que no saben honrar o no se animan, por cobardía moral o conveniencia material, y esta es la transformación de la institución que gobiernan.

Hace ya tiempo que las municipalidades perdieron su condición de centros verdaderamente comunales, de ámbitos creados para ordenar la existencia urbana, para atender prioritariamente las necesidades del vecindario, para procurar que el bienestar sea un bien compartido equitativamente, y que los habitantes de cada localidad se sientan cada vez más íntima y placenteramente ligados a su “valle”.

En vez de eso, cayeron en manos de los politiqueros, de esos aventureros que convierten a este noble organismo público en su catapulta particular y guarida de sus allegados y parientes, muy necesario y útil para alcanzar las conocidas finalidades ansiadas por el arribista, tales como hacerse rico rápidamente, ganar influencia en los niveles de mando, crear su clientela electoral propia y particular para financiar sus futuras aventuras políticas.

Este es, en resumen, el gran fracaso de las municipalidades paraguayas, que, con excepciones muy contadas, ya no sirven a los fines de su creación institucional sino a los de los partidos, grupos y personas que se apoderaron de ellas, abusando o usurpando el nombre de la democracia para transformarlas en lo que son ahora: oficinas políticas, agencias de empleo y usinas de negociados.

Para peor, cada vez los politiqueros crean más municipios, aprovechando los pequeños caseríos o compañías que se hallan un poco alejados para componer con ellos una comuna ficticia, en donde se ubicará a los correligionarios con salarios y privilegios que son financiados con el impuesto inmobiliario, las tasas por servicios que nunca se prestan pero, sobre todo, para repartirse el botín de los royalties y las cuotas de los proyectos de desarrollo del Gobierno central.

El pueblo trabajador y contribuyente de tributos fiscales y municipales del Paraguay ya tiene que cargar sobre sus hombros el aparato inútil y costoso de las Gobernaciones y sus Juntas Departamentales, los que, bajo la falacia de la “descentralización”, sirven exclusivamente para mantener gordos a los parásitos que medran chupando la sangre del erario, robándose los recursos que tan desesperadamente se requieren en escuelas, centros de salud, comisarías policiales y caminos, por citar solamente lo más deficitario en nuestro ámbito rural.

Los intendentes honestos, inteligentes, bien intencionados, con sentimientos patrióticos, tienen el deber de, al menos, intentar convertir la institución municipal en lo que debió ser siempre o no debió dejar de ser jamás: un organismo de la gente y para la gente. Esto implica algo muy difícil de hacer, que es arrebatársela de las manos a los politiqueros y devolvérsela a los dirigentes de la sociedad civil, a los referentes más distinguidos, a las personas que desean servir a su ciudad, a su pueblo, a su “valle”, y que no alientan meramente la intención de ir a aprovecharse de la caja comunal para solventar su carrera política y alimentar su codicia personal.

Así, pues, los ciudadanos y las ciudadanas tienen una gran tarea que realizar: fiscalizar rigurosamente a sus autoridades comunales para recuperar el buen servicio que deben prestar estas instituciones fundamentales para el desarrollo de los pueblos y ciudades del país.

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