La inseguridad pública se convierte en alarmante problema social

La cuestión de la seguridad pública se va tornando en el problema más gravemente urgente de los que afectan a los habitantes de este país, aunque en mayor y más intensa medida para los habitantes del área metropolitana de Asunción. A todo esto, que ya es bastante, se viene a sumar el riesgo de las bandas rurales violentas. El ministro del Interior, Rogelio Benítez, se dedica a formular declaraciones públicas triunfalistas, pero desprovistas de toda base en la realidad. Poco a poco, la inseguridad y la indignación de la ciudadanía ante la impunidad de la delincuencia se van convirtiendo en el principal obstáculo de las aspiraciones políticas de los actuales gobernantes.

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La cuestión de la seguridad pública se va tornando, poco a poco, pero sin pausa, en el problema más gravemente urgente de los que afectan a los habitantes de este país, aunque en mayor y más intensa medida para los habitantes del área metropolitana de Asunción, región que en las últimas décadas ha sufrido tan desmedida y desordenada expansión, que ha acabado por quedar fuera de toda previsión en materia de servicio y asistencia de los organismos del Estado.

Miles de líneas de ómnibus se cruzan y se superponen unas a otras disputándose los itinerarios de mayor concurrencia, pese a lo cual los barrios más alejados del cinturón del área metropolitana continúan mal servidos por el transporte y sus vecinos deben recorrer caminando largos trayectos. Tanto en el interior de los ómnibus como en las calles, las personas son presas fáciles para los asaltantes, descuidistas, "caballos locos" y otros delincuentes que proliferan en medio de la impunidad y el descuido de las autoridades.

Los robos domiciliarios se han incrementado de tal forma en los últimos años que sus víctimas ya ni siquiera desean tomarse la molestia de ir a perder su tiempo a las comisarías para asentar sus denuncias formalmente. Entretanto, las casas de empeño aumentan en la misma proporción y velocidad que los robos, al igual que los desarmaderos de automotores, los depósitos de chatarra de metal y los negocios de venta de teléfonos celulares usados; todos ellos bien provistos por los ladrones y tolerados por las autoridades.

A todo esto, que ya es bastante, viene a sumarse el riesgo de las bandas rurales violentas. Las acciones con que tales organizaciones amenazan al Gobierno en realidad estarán dirigidas contra la sociedad y, de concretarse, cobrarán sus víctimas entre la gente común, y no entre los políticos a quienes dicen combatir. Sin embargo, tampoco entre estos parece nacer la inquietud ante tales riesgos, pese a ser quienes tienen en sus manos el monopolio del uso de la fuerza legítima, es decir, de todos los resortes para combatirlos.

El ministro del Interior, Rogelio Benítez, se dedica a formular declaraciones públicas triunfalistas, pero desprovistas de toda base en la realidad. Alardea de tomar medidas cuya eficacia no logra demostrar, menciona cifras estadísticas que no traducen hechos sentidos por la ciudadanía, se jacta de proyectos que más bien parecen improvisaciones y, a veces, hasta se burla de la inteligencia y el sentido común de la gente, afirmando que el incremento de la inseguridad es solamente una "sensación", una cuestión de percepción subjetiva.

Lo cierto, real y palpable, con o sin estadísticas, con o sin estudios técnicos, lo que es evidente con solo leer y escuchar la crónica diaria, es que el fenómeno de la delincuencia común asociada a la violencia está minando las bases mismas de la sociedad, modificando negativamente su funcionamiento, reduciendo notoriamente la calidad de vida de la gente que más esfuerzo hace por vivir decorosamente de su trabajo honesto. Las medidas de seguridad que la gente se ve obligada a tomar consumen gran parte de sus ingresos, de suerte que el dinero que tendría que gastarse en descanso, entretenimiento, educación y otras necesidades se aplica en la defensa familiar y personal.

Las estadísticas que el Ministerio del Interior y la Policía deberían publicar todos los días son las de las víctimas de la inseguridad: robadas, golpeadas, heridas, muertas, listas en las que no figurarán nunca los miles de ciudadanos que perdieron la tranquilidad, la confianza, el equilibrio emocional y el entusiasmo por laborar, ahorrar y prosperar, los que tuvieron que mudarse de barrio, los que se fueron para siempre de la ciudad o del país, buscando mejores sitios para sus hijos y para sí mismos.

El triunfalismo y la minimización de estos problemas es una actitud torpe de las autoridades encargadas de la seguridad pública. Con ella, más que tranquilizar, lo que consiguen es hacer el caldo gordo a los mismos delincuentes, que se ven mejor protegidos con este estilo político que con el que es claro, sincero y directo; con el estilo que prefiere no encubrir la realidad, sino mostrarla como es, para que los remedios que existen puedan ser hallados y aplicados correctamente.

Poco a poco, como se decía al principio, la inseguridad y la indignación de la ciudadanía ante la impunidad de la delincuencia se van convirtiendo en el principal obstáculo de las aspiraciones políticas de los actuales gobernantes. Tendrán que advertir entonces, por su propio y egoísta interés, que su suerte también está ligada a la de las personas que todos los días deben concurrir a sus lugares de labor, de estudio o de entretenimiento bajo el constante temor de ser asaltadas, robadas, golpeadas o sufrir atentados contra su vida.
Siquiera esta perspectiva debería convencer al Presidente de la República, a su ministro del Interior y a los jefes policiales de ser más dedicados, más inteligentes y más valientes en encarar la inseguridad social reinante como su primera y principal tarea política.
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