La Justicia, tentáculo de los políticos

Durante la infame dictadura, los magistrados cumplían órdenes de los generales y de los coroneles, sabedores de que su permanencia en el cargo dependía de que violaran la ley en favor de los jefes militares o de sus protegidos. En democracia, los de uniforme han sido reemplazados por los legisladores en la delictiva tarea de influir en las decisiones de los ministros de la Corte Suprema de Justicia, de los miembros del Tribunal Superior de Justicia Electoral, de los jueces de primera instancia, de los camaristas y de los jueces de paz. De esta manera, la administración de justicia en los hechos está en manos de los diputados y de los senadores, con lo que la independencia del Poder Judicial, garantizada por el art. 248 de la Constitución, se convierte en letra muerta. La perversa práctica de los parlamentarios quebranta el principio de la separación de poderes y conlleva la comisión de los hechos punibles de prevaricato y, eventualmente, de tráfico de influencias, con lo que también se destruye la seguridad jurídica y se vulnera la garantía constitucional de igualdad ante la ley.

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Durante la infame dictadura, los magistrados cumplían órdenes de los generales y de los coroneles, sabedores de que su permanencia en el cargo dependía de que estuvieran dispuestos a violar la ley en favor de los jefes militares o de sus protegidos. Ahora, en democracia, los de uniforme han sido reemplazados por los legisladores en la delictiva tarea de influir en las decisiones de los ministros de la Corte Suprema de Justicia, de los miembros del Tribunal Superior de Justicia Electoral, de los jueces de primera instancia, de los camaristas y de los jueces de paz. De esta manera, la administración de justicia en los hechos está en manos de los diputados y de los senadores, con lo que la independencia del Poder Judicial, garantizada por el art. 248 de la Constitución, se convierte en letra muerta.

Esa atinada norma parece una burla cruel a la luz de su manifiesta incongruencia con la penosa realidad del país, cuando los jueces están prestos para condenar a ladrones de gallinas y de bicicletas –lo que no está mal–, pero son expertos en cajonear expedientes cuando afectan a legisladores y capitostes políticos que asaltaron las arcas públicas de diversas formas.

La perversa práctica de los parlamentarios quebranta el principio de separación de poderes y conlleva la comisión de los hechos punibles de prevaricato, y, eventualmente, de tráfico de influencias, en beneficio de unos y en perjuicio de otros, con lo que también se destruye la seguridad jurídica y se vulnera la garantía constitucional de igualdad ante la ley. La disposición citada dice que “en ningún caso, los miembros de los otros poderes (...) podrán arrogarse atribuciones judiciales que no estén expresamente establecidas en esta Constitución, ni revivir procesos fenecidos, ni paralizar los existentes, ni intervenir de cualquier modo en los juicios”, (las negritas son nuestras).

Dejando de lado que los legisladores pueden participar como abogados en un pleito judicial, según surge de los debates de la Convención Nacional Constituyente, la prohibición de que intervengan en modo alguno en los procesos es muy amplia e incluye, por ejemplo, las llamadas telefónicas a un ministro de la Corte para “bajarle la línea política” y la “visita” a magistrados en sus despachos, tal como ha salido a la luz más de una vez.

Considerando los hechos cotidianos, el art. 28 de la Constitución termina con un chiste de mal gusto, diciendo: “Los que atentasen contra la independencia del Poder Judicial y la de sus magistrados, quedarán inhabilitados para ejercer toda función pública por cinco años consecutivos, además de las penas que fije la ley”. Que se sepa, desde 1992 hasta hoy, nadie ha sido inhabilitado por haber cometido semejante atropello.

¿Se imagina el lector que los parlamentarios vayan a ser imputados por haber dado o prometido dinero o cualquier otro beneficio para obtener el favor de un juez, hecho punible que la Ley Nº 2513/04 castiga con hasta tres años de cárcel o multa? Claro que no necesitan sobornar, pues les basta y sobra el cargo que ejercen para amedrentar a los timoratos que conforman la amplia mayoría de la magistratura, y que castigan o perdonan de acuerdo a los intereses de su protector.

En efecto, los miembros del Poder Judicial son designados a partir de unas ternas de candidatos elaboradas por el Consejo de la Magistratura, órgano en el que están representadas ambas Cámaras del Congreso. Como el principal criterio de selección es la distribución de “cupos” político-partidarios, los agraciados se ven obligados luego a retribuir favores, no solo mediante las resoluciones que dicten, sino también con el “nombramiento” de los recomendados por sus respectivos correligionarios.

Así mismo, en el Jurado de Enjuiciamiento de Magistrados, órgano que puede destituirlos, están representados los legisladores, quienes pueden recurrir a sus colegas para que sancionen a quienes se nieguen a obedecer sus órdenes. Los senadores participan en la designación de los ministros de la Corte y los destituyen, vía juicio político promovido por los diputados, así que entre diputados y senadores están en condiciones de remover a quienes se porten “mal”.

En síntesis, aparte de mostrarse agradecidos con sus padrinos legisladores, todos los miembros del Poder Judicial, desde la Corte Suprema para abajo, deben temer que recurran al chantaje de la eventual remoción. Según el art. 3º de la Constitución, debe haber un control recíproco entre los Poderes del Estado, pero en la práctica ocurre que el Legislativo tiene sometido al Judicial.

Los senadores y diputados cuentan con mecanismos constitucionales de control en materia no jurisdiccional, pero no los cumplen mientras la judicatura esté rendida a sus pies: el Poder Judicial puede hacer lo que se le antoje con el dinero público, porque de su malgasto se beneficia la clientela política de diputados y senadores. La crítica de las decisiones judiciales es libre, pero nunca se escuchó que algún legislador se interesara, por ejemplo, en ciertos fallos aberrantes de los que la opinión pública indignada se ha hecho eco. Si promueven algún juicio político, lo que les interesa a los legisladores es que las “negociaciones” –vulgares transas– les permitan ubicar a sus alfiles en reemplazo de los defenestrados.

La Constitución busca asegurar la independencia del Poder Judicial disponiendo, incluso, que el Presupuesto General de la Nación le asigne por lo menos el tres por ciento del presupuesto de la Administración Central, de modo que los otros poderes no castiguen su autonomía reduciendo sus fondos. El grave problema de la sumisión de la magistratura radica en la mala fe de la casta política, que no tiene el menor empacho en ignorar las más sensatas normas concebidas para precautelar la independencia judicial y el Estado de derecho, cuando están en juego sus propios intereses o los de sus conmilitones.

Mientras por temor a los diputados y senadores los jueces no apliquen imparcialmente la Constitución y las leyes como corresponde, el país seguirá inmerso en la arbitrariedad y la Justicia continuará favoreciendo a los poderosos, por más ladrones que sean.

Si los ciudadanos y las ciudadanas del Paraguay quieren un mejor Poder Judicial, deben reclamar con firmeza y perseverancia el fin de las nefastas “listas sábana” para comenzar a limpiar con sus votos el Palacio Legislativo de los políticos corruptos que bastardean la administración de Justicia y la convierten en tentáculo de sus intereses personales.

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