La protesta de campesinos se debe mantener en el marco de la ley

A estas alturas, la manifestación de “campesinos” en Asunción se convirtió en una expresión de vandalismo que perjudica seriamente a un sector importante de la gente que trabaja en el centro. Gente que verdaderamente trabaja, que si no lo hace no recibe remuneración. Gente que tiene que cumplir con sus obligaciones puntualmente, que si no, paga sanciones o intereses. Gente, en suma, que no recibe ningún subsidio estatal ni facilidades parecidas y a la que el Fisco no le perdona nada. Está bien claro en esta experiencia, y en las anteriores, que la silenciosa violencia que ejerce este grupo de campesinos es altamente dañina y que esto mismo es lo que se proponen. Están determinados a causar la mayor cantidad y variedad de inconvenientes posible. Se viene repitiendo hasta el hartazgo que estos campesinos violan varias garantías constitucionales, así como también la ley que regula las manifestaciones públicas. Les importa un bledo las ordenanzas municipales, ni qué decir el respeto por los demás. Hay que ponerlos en vereda. Es de esperar que los diputados pongan hoy las cosas en su lugar rechazando la irracional iniciativa aprobada por los senadores.

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A estas alturas, la manifestación de “campesinos” en Asunción, un grupo que viene en pos de sus intereses particulares, se convirtió en una expresión de vandalismo que perjudica seriamente a un sector importante de la gente que trabaja en el centro. Gente que verdaderamente trabaja, que si no lo hace no recibe remuneración. Gente que tiene que cumplir con sus obligaciones puntualmente, que si no, paga sanciones o intereses. Gente, en suma, que no recibe ningún subsidio estatal ni facilidades parecidas y a la que el Fisco no le perdona nada.

Los perjudicados directamente por la prolongada manifestación aludida son numerosos; pero los indirectos lo son aun más. Porque en esta lista no están solamente los transeúntes y pasajeros que tienen que acudir puntualmente a sus lugares de labor, a muchos de los cuales se les descuenta por llegadas tardías o perciben sumas menores a las que suelen recibir por horas extras. Se les deben agregar también los conductores de ómnibus, muchos de los cuales reciben complementos remuneratorios por los “redondos”, o sea, por la cantidad de viajes completados.

Súmese a los comerciantes que ven reducida la concurrencia de clientes; los taxistas, perdiendo tiempo y combustible en sus desplazamientos y, por supuesto, la posibilidad de recibir más clientes. Las farmacias, las estaciones de servicio, los locales gastronómicos, los profesionales que realizan trámites, los turistas, la lista de perjudicados directamente por este desorden mayúsculo es muy numerosa.

Y están los que reciben el daño indirectamente, como por ejemplo los contribuyentes de impuestos y tasas de Asunción, que tendrán que costear la destrucción de bienes causada por los manifestantes, como plazas, pavimento y veredas.

Está bien claro en esta experiencia, y en las anteriores, que la silenciosa violencia que ejerce este grupo de campesinos es altamente dañina y que esto mismo es lo que se proponen. Están determinados a causar la mayor cantidad y variedad de inconvenientes posible. Para esto es que realizan sus marchas por los lugares céntricos, instalándose en las bocacalles en las horas en que mayor necesidad hay de tenerlas habilitadas para el tránsito.

Cualquiera puede notar la diferencia que existe entre estos vándalos organizados y, por ejemplo, las tradicionales marchas campesinas que suelen hacerse en el mes de marzo, que se desplazan por las arterias urbanas ocupando solo el espacio necesario, dejando libre al menos la mitad de la calzada, minimizando así las molestias a la gente que nada tiene que ver con sus problemas ni son responsables por ellos.

Se viene repitiendo hasta el hartazgo que estos campesinos violan varias garantías constitucionales, así como también la ley que regula las manifestaciones públicas; les importan un bledo las ordenanzas municipales, ni qué decir el respeto por los demás, y el principio jurídico que dice que el que causa un daño tiene la obligación de repararlo.

Están convencidos –o los convencieron sus padrinos políticos– de que sus problemas están antes y por encima de todo, que deben recibir un trato preferencial de parte del Gobierno y de la paciencia del resto de la ciudadanía, y que, con el pretexto de ejercer su derecho a protestar y peticionar, pueden hacer lo que se les antoje.

Hay que ponerlos en vereda, como a cualquier ciudadano que infringe la ley. Si la fuerza pública les obligara a cumplir la ley, se rasgarían las vestiduras ante las cámaras periodísticas, llenarían la prensa de lamentos, apelarían a los famosos “derechos humanos” y denunciarían que se hallan reprimidos por una dictadura.

A pesar de que se los conoce de sobra, se salen con la suya una y otra vez. Esto es consecuencia de la debilidad de nuestras instituciones estatales y porque tenemos autoridades enclenques. Ninguna de ellas se anima a aplicar la ley de orden público con todo su rigor porque temen arriesgar su chance electoral, perdiendo votos aquí o allá. Sin embargo, el gobernante que demuestre su energía en estas ocasiones, actuando en el marco de la ley, es el que más prestigio político podría tener a la hora de las elecciones. La gente está harta de los prepotentes.

¿Y los políticos y legisladores? Allí están, siempre dispuestos a satisfacer las demandas populistas más insólitas e inadmisibles, toda vez que vengan respaldadas por una buena cantidad de peticionantes alborotadores (léase electores).

Están dispuestos a regalar el dinero que sale del bolsillo de los que trabajan –como acaban de demostrar una mayoría de senadores oportunistas–, porque de los suyos no va a salir ni un centavo. Y lo hacen a sabiendas de que la mayoría de los que hoy nuevamente reclaman condonaciones y subsidios ya se acostumbraron a vivir del maná que les llueve. Los legisladores que admiten las condonaciones solicitadas alimentan la informalidad, la falta de respeto, la haraganería y hasta la corrupción, como se viene publicando en los últimos días.

Porque, en efecto, los dirigentes campesinos de la MCNOC, Luis Aguayo y Antonio Gayoso, además de otros cuatro, están procesados por causar al Indert un perjuicio de 703.760.000 guaraníes, que recibieron para, supuestamente, dar “apoyo a la agricultura familiar en materia de seguridad alimentaria”. Este derroche es un chiste que ya no hace gracia de tan repetido. Sin embargo, los senadores lo vuelven a contar. Esta vez regalarán hasta 51 millones de guaraníes a cada uno de los 16.862 “agricultores” liderados por Aguayo, sin que nadie sepa de dónde provienen las deudas de los manifestantes, si son reales o ficticias, legítimas o ilegítimas, ni de dónde van a salir los recursos y qué garantías tendrán el Gobierno y la ciudadanía de que los nuevos “millonarios” no volverán el año que viene –en vísperas de las elecciones generales, por ejemplo– a presionar a los políticos en campaña y a nuestras pusilánimes autoridades, con idénticos reclamos de dinero y la misma prepotencia.

Es de esperar que los diputados, que tratarán ahora el proyecto de subsidio aprobado en la Cámara Alta, pongan las cosas en su lugar rechazando la irracional iniciativa; que impidan que se siga alimentando a ese paquidermo que se irá haciendo cada vez más y más pesado y difícil de mantener contento en el marco de la prudencia y de la ley.

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