Nulo aporte de los síndicos de las entidades públicas

En veinticuatro entidades estatales existen síndicos designados por la Contraloría General de la República, quienes tienen la misión de fiscalizarlas, sin intervenir en sus actos administrativos. Participan con voz, pero sin voto, en las reuniones del Consejo o Directorio. Con las funciones específicas que tienen esos síndicos, se convierten en los ojos y oídos de la CGR. De esta manera, la Contraloría tendría que estar al tanto de los manejos contables, administrativos, legales, económicos y financieros de cada uno de los organismos en donde sus agentes deben hacer oficina. Sin embargo, los escándalos en el IPS, en la ANDE, en Petropar o en el Indert se suceden desde hace años, como si los síndicos no hubieran tenido la menor idea de los negociados en torno a las licitaciones, a los endeudamientos o a la compra y venta de tierras. Si tuvieron conocimiento de lo que se tramaba y de lo que se consumó más tarde, pero no informaron al menos al contralor general, encubrieron un hecho punible y deben ser solidariamente responsables con los organismos sometidos a su control, cuando estos fueron deficientes o negligentes.

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En veinticuatro entidades estatales existen síndicos designados por la Contraloría General de la República, que tienen la misión de fiscalizarlas, sin intervenir en los actos administrativos propios de ellas, según la Resolución CGR Nº 566/94. Participan con voz, pero sin voto, en las reuniones del Consejo o Directorio; recaban informes y documentos, así como datos estadísticos, económicos y financieros de la institución para enviarlos a la Contraloría; verifican e informan sobre el cumplimiento de la presentación de las declaraciones juradas de bienes y rentas del personal de la institución y de la prohibición de la doble remuneración; examinan, en fin, el acatamiento de las normas legales, fiscales e impositivas relacionadas con las gestiones de la entidad que fiscalizan. Estas son solo algunas de las funciones generales de los síndicos, que desde ya los convierten en los ojos y oídos de la Contraloría. Además, tienen funciones específicas, como la remisión anual de un informe, acompañado de un dictamen, sobre el balance general, los inventarios, las cuentas de resultados y la ejecución presupuestaria de la institución, y la remisión de un informe trimestral, con las observaciones y sugerencias pertinentes, sobre las gestiones de recuperación de créditos y el nivel de morosidad.

Aunque incompleta, esta enumeración de los importantes deberes y atribuciones de los síndicos basta para concluir que la Contraloría tendría que estar al tanto de los manejos contables, administrativos, legales, económicos y financieros de cada uno de los organismos en donde sus agentes deben hacer oficina, ajustándose al horario normal de trabajo. No necesita de ningún “examen especial”, a cargo de sus funcionarios de planta, para saber cómo se manejan las cosas allí donde tienen a un auditor. Sin embargo, los escándalos en el IPS, en la ANDE, en Petropar o en el Indert se suceden desde hace años, como si los síndicos no hubieran tenido la menor idea de los negociados en torno a las licitaciones públicas, a los endeudamientos o a la compra y venta de tierras.

Queda claro, entonces, que las decisiones de las máximas autoridades, así como su ejecución, tuvieron que ser conocidas por los síndicos, como se desprende de las funciones antes referidas. Si las ignoraron, fueron ineptos o negligentes y, en consecuencia, tuvieron que ser removidos a más tardar cuando la Contraloría se enteró del asunto a través de la prensa o de la intervención del Ministerio Público. Si tuvieron conocimiento de lo que se tramaba y de lo que se consumó más tarde, pero no informaron al menos al contralor general de la República, encubrieron un hecho punible. Es probable que con los síndicos ocurra lo que con miembros del Consejo de las instituciones, representantes de distintas entidades y sectores, que en vez de defender los intereses de sus representados rápidamente se convierten en meros funcionarios públicos, que gracias a los buenos salarios y otros “beneficios” hacen la vista gorda o participan de las trapisondas de los jefes que estafan al erario.

Entre las funciones generales de los síndicos aparece también, en la Resolución CGR Nº 566/94, la de “suscribir las actas (de las reuniones del Consejo o del Directorio), con el único efecto de dejar constancia de su participación y sin que ello implique consentimiento alguno de las decisiones asumidas por el ente público”. Si no las consintieron, pero estuvieron enterados de una resolución que implicaba la comisión de un delito de acción penal pública, tenían el deber de denunciarlo conforme al art. 286 del Código Procesal Penal. Esta norma concuerda con el art. 9º de la ley orgánica y funcional de la Contraloría, que la obliga a denunciar a la Justicia Ordinaria y al Poder Ejecutivo todo delito que conozca por sus funciones específicas, siendo solidariamente responsable con los organismos sometidos a su control, cuando estos fueron deficientes o negligentes.

La responsabilidad de la Contraloría alcanza en particular a los síndicos cuando se convierten en cómplices, ya que el art. 38 de la misma ley dice que “responderán ilimitada y solidariamente con los responsables de la repartición pública cuya auditoría y fiscalización se les confía, por los actos y documentos que verifiquen y autoricen”. O sea que pueden confabularse con los jerarcas a los que deben controlar, aunque la resolución citada –normativa de rango inferior al de la ley– los desliga de las decisiones tomadas por ellos. Así, no solo tendría que estar procesado el expresidente del Indert Luis Ortigoza, por ejemplo, sino también el síndico de la época, Juan Carlos González, que estuvo enterado de sus presuntas actuaciones ilícitas y nada hizo para impedirlas. Si ambos fueran condenados, la Procuraduría General de la República podría exigir al síndico el resarcimiento íntegro del daño patrimonial causado. Se trata de una mera especulación, pero sirve para recordar el papel de esos supervisores que, pese a su importancia, no ha servido para frustrar las operaciones delictivas realizadas en organismos como los antes mencionados. A quienes intervienen en ellos no les ha de costar mucho inducir al síndico a que haga vista gorda o a que guarde silencio, incluso dándole una parte del dinero mal habido.

La Contraloría no podrá ejercer su rol constitucional si no se preocupa por vigilar de cerca el trabajo de sus funcionarios. Como el control permanente debe empezar por casa, conviene que ponga a sus síndicos bajo la lupa porque, en el mejor de los casos, habrán tenido noticias de los graves hechos de corrupción que en los últimos años han afectado a las entidades a las que están asignados. De vez en cuando, la opinión pública toma nota de que la Contraloría denuncia ciertas malversaciones cometidas por intendentes y gobernadores, pero no así de que ella haya impedido la consumación de un delito de lesión de confianza mediante la oportuna actuación de uno de sus síndicos. El balance de su gestión, que no puede ser más sombrío, permite llegar a la conclusión de que ellos no sirven para nada y de que se integran fácilmente en la estructura corrupta que encuentran. Hasta ahora, la Contraloría proyecta una imagen de que es una de las numerosas instituciones de control que solo sirven de figura decorativa en el Presupuesto nacional.

La vieja pregunta de quién controla al controlador solo puede tener como respuesta: es la sociedad civil organizada y vigilante la que debe exigir la rendición de cuentas del síndico. Los ciudadanos y las ciudadanas, individualmente o por sus organizaciones civiles, son quienes deben ponerle el ojo encima a ese vecino que funge de síndico en alguna institución pública y muestra un sospechoso bienestar económico.

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