Así van pasando

SALAMANCA. No sé si de manera veloz o lenta, pero sí de manera imperceptible, van desapareciendo los protagonistas de aquel sacudón de creatividad y disensión que conmovió nuestra actividad cultural a fines de los años sesenta y comienzo de los setenta. Era el resultado de la semilla plantada por el grupo Arte Nuevo que había irrumpido años atrás, en 1954, en la Primera Semana de Arte Moderno Paraguayo (Josefina Plá, Olga Blinder, Lilí del Mónico y José Laterza Parodi). Lo cierto es que desde entonces, no se volvió a dar nada semejante.

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El fallecimiento de la poetisa Elsa Wiezell el fin de semana último marca la pérdida de uno de esos protagonistas con su participación activa, ya sea como escritora, como animadora cultural, o, lo que es tan poco común en nuestro país, como una entusiasta de todo lo que significara nuevo. Ella estaba allí aportando sus ideas, que se podía estar de acuerdo, que se podían discutir, pero con ideas al fin y al cabo en un medio que no se ha caracterizado por aportar ideas en cualquier campo.

Elsa Wiezell fue una mujer con coraje, libre, ajena a los prejuicios, enemiga de los convencionalismos, entregada a la poesía en un medio hostil no solo a la poesía, sino mucho más a que la hiciera una mujer. Hoy, a varias décadas de ese entonces, es difícil dimensionar los obstáculos con que tropezaba la labor creativa. Ella fue más allá de esa aprensión del común de la gente y se empeñó en su obra con todo el convencimiento que esta le daba.

Leí, con motivo de su fallecimiento, que algunos grupos de escritores calificaban su obra como surrealista. Acostumbrados como estamos de etiquetar todo lo que nos rodea para introducir un orden y un intento de explicación a aquello que puede desorientarnos, tendríamos que tener más respeto hacia la obra ajena, más aún cuando la persona ya no está para defenderla. La poesía de Elsa puede caber dentro de varias definiciones; se podrían decir muchas cosas de sus textos; hasta me arriesgaría a decir que se podría decir todo, menos que sea surrealista. Las veces que me tocó en suerte entrevistarla para el periódico, insistía ella en el carácter filosófico de su obra. Hoy existen algunos poetas españoles, como Antonio Gamoneda (Oviedo, 1931), Premio Cervantes en 2006, por ejemplo, que proponen que la poesía se retire del apartado de literatura y se la incluya en el de la filosofía. Razones le asisten, pues no se trata de una irresponsable propuesta “poética”.

Elsa falleció ajena ya a esa realidad que indagó a través de una obra extensa en la que no faltaron matices como la preocupación social y el erotismo. También abandonó una realidad que de manera inexplicable ignora a quien en este mismo momento no se encuentra en el ojo de la tormenta; una preocupación que la vengo repitiendo creo que desde siempre: nos empeñamos en dejar que la historia se esfume entre nuestros dedos, que se volatilice y luego borramos todas las huellas que hayan podido quedar, no sea que a alguien, en el futuro, se le ocurra despertar a eso que consideramos los fantasmas de nuestro pasado.

Tengo el convencimiento de que ni ella ni muchos otros han desarrollado una obra con sentido de eternidad. No es el caso del que hablaba Milán Kundera en “La inmortalidad”, sino todo lo contrario. Dejaron una obra como resultado accidental de una vocación que les empujaba a realizarla. Es precisamente por eso que tenemos la obligación de rescatarla y mantenerla viva, no para ahora, sino para quienes vendrán, para quienes traerán el impulso de una vocación que se plasmará, también de manera accidental en una obra, porque lo que interesa no es la materialidad de la misma, sino ella por sí misma.

Elsa realizó su obra porque creía en ella, y no porque “estaba enamorada de su imagen como poetisa” al decir de Kundera. Por eso, no se debe permitir que se diluya, ni la de ella ni la de muchos otros. Recuperar su voz será también recuperar la de todos aquellos que en un momento de nuestra historia, resolvieron romper con atavismos y dejar algo que fuera imperecedero.

jesus.ruiznestosa@gmail.com

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