¿Cómo que armas para qué?

La masacre perpetrada en Las Vegas el 1 de octubre pasado es de las peores sufridas en los Estados Unidos con sus más de 50 muertos y alrededor de 500 heridos entre los asistentes a un concierto. Cada vez que ocurre un horror parecido menudean las voces para prohibir las armas de fuego, como si en Europa los musulmanes no se las agenciaran para provocar matanzas tan sangrientas sin armas y al timón de camiones y camionetas.

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A cinco días del atentado no se sabe si el autor actuó solo o auxiliado, si fue un acto de locura transitoria o permanente, si alguna ideología extremista o una droga lo movió, si fue puro odio a la humanidad, si planeaba un atentado explosivo dadas las sustancias que guardaba en su automóvil. Opiniones, muchas, pero móviles claros, pocos. Y sin embargo abundan los alegatos contra las armas. 

A duras penas se cumplía una semana de haber huido de Cuba el dictador Fulgencio Batista el 1 de enero de 1959 y recién llegados estaban los barbudos a La Habana cuando Fidel Castro, que venía a salvar la isla y sus cayos adyacentes, y a los países vecinos y hasta los lejanos, formuló a sus conciudadanos esta pregunta trascendental: “¿Armas para qué?”. 

Les explicó didascálicamente que las armas que él y sus compañeros de lucha se habían visto en la obligación de tomar estaban justificadas por la necesidad imperiosa de un pueblo entero noble y trabajador para sacudirse el yugo de una dictadura brutal, pero que una vez logrado el empeño de recuperar las libertades y derechos para la nación había llegado el momento de transformar las armas en arados. “¿Armas para qué?”, repitió una y otra vez con la paciencia que lo caracterizaba. 

Ahora, las armas salían sobrando porque en la era de felicidad que se iniciaba sólo cabrían los cantos y la ilusión y la fraternidad y la esperanza y el trabajo creador. 

De guisa que, excepto las de su camarilla –las precisas para velar porque la paz recién reinaugurada no la fuera a violar un rezago resentido de la vieja dictadura– incautó las armas. Y desde aquel mismo instante él y su camarilla no pararon de insultar, acallar, avasallar, encarcelar, expropiar, torturar, matar. Y, hoy –dentro de no mucho habrán transcurrido 60 años–, sus seguidores siguen en lo mismo. Y el pueblo –¿armas para qué?– sin tener con qué defenderse. 

Naturalmente, el compañero Castro no ha sido el único en la historia partidario de que el monopolio de las armas lo posea el Estado. 

El compañero Pepe Stalin hizo lo mismo, y antes el compañero Lenin. Los compañeros Hitler y Mussolini y Franco lo hicieron, no digamos los miembros de la dinastía Kim y los compañeritos Pol Pot y Mao.

Hasta los chinos actuales, abiertos al capitalismo por aquello de que “gato blanco o gato negro qué más da si caza ratones”, siguen con la mosca tras la oreja porque una vez en la plaza de Tiananmén un estudiante, uno solo, detuvo una hilera de tanques. 

Si eso lo hizo desarmado, calculan, qué no habría hecho al frente del estudiantado armado. Y hasta gobernantes no dictatoriales, aunque con propensión autoritaria, han incautado las armas de la población. 

Salvo en los Estados Unidos, que es la excepción, y justamente por serlo ha preservado sin un solo golpe de estado una maravillosa constitución que, otrosí, es la más antigua.

En los Estados Unidos, si aprecias las armas, te invitan a coleccionarlas; si te gusta cazar, puedes adquirir las adecuadas; si tienes familia que cuidar y propiedad que preservar y quieres encargarte de eso por ti mismo, nadie lo obstaculiza.

Pero más importante es que el derecho ciudadano a poseer y portar armas es lo único que impide a un Mao o a un Hitler angloparlante, a un Castro o un Pol Pot criminal encabezar un día una asonada que se haga con el poder en la tierra del libre al frente de mesnadas de Antifa o del KKK.

¿Armas para qué? Para que a los estadounidenses jamás nadie los convierta en esclavos. 

[©FIRMAS PRESS] 

*Analista político

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