De Musolini a Visconti

SALAMANCA. La fotografía de Benito Musolini visitando las obras en construcción de Cinecittá, en las afueras de Roma, fue la que incluyeron casi con unanimidad todos los periódicos que se ocuparon del destino que corrieron los que fueron “los estudios cinematográficos más grandes de Europa” y que tenían como objetivo reflejar en la pantalla las magnificencias del nuevo Imperio romano. O, con mayor precisión, fascista, en este caso. La crisis económica en que se encuentra la industria cinematográfica conjugada con la crisis general que asuela los países europeos, llevó a buscar salidas de urgencia para el cine. La primera: convertir aquellos memorables estudios en un enorme parque temático. La línea de razonamiento: atraer a la gente al parque, despertar de nuevo en el público el entusiasmo por esta actividad y entusiasmar a directores de otros países a utilizar estas instalaciones para sus nuevas producciones. Aquí se rodaron películas que forman parte de la gran historia del cine, ya sea por su estética o, simplemente, por su espectacularidad.

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Musolini soñaba con estos estudios para que se rodaran aquí no solo películas que se refirieran al antiguo Imperio Romano, del cual se creía su justo heredero, sino además aquellas comedias llamadas “de los teléfonos blancos”, porque sus actrices, sus divas platinadas y desfallecientes, solo utilizaban teléfonos blancos. Dos caminos efectivos para hacer olvidar al pueblo italiano el precio que estaban pagando por los delirios de grandeza del Duce.

Terminada la Segunda Guerra Mundial los estudios estaban en ruinas, primero por los bombardeos de los aliados y luego por el saqueo que sufrieron a manos de las tropas nazis que se llevaron lo que pudieron para sus propios estudios. De aquellas ruinas inservibles surgió una de las generaciones más notables de cineastas que irían a influir en el cine del resto del mundo: Luchino Visconti, Roberto Rosselini, Vitorio De Sica, Renato Castellani, Luigi Zampa, Alberto Lattuada, Federico Fellini, entre los más importantes. De las ideas y sueños de Musolini solo quedaban cenizas materiales y estéticas.

Como puerta de entrada al nuevo parque temático, rescataron la amenazante boca del templo de Moloch, la que recibía los sacrificios humanos y que sirvió de decorado a la siempre olvidada “Cabiria” (1914) de Giovani Pastrone que se basó en un relato de Gabriel D’Anunzio. Por allí se entra al mundo donde se rodaron películas memorables como “Ben Hur” (1959), “Quo Vadis?” (1951), “La Dolce Vita” (1960), “El Padrino III” (1990) y donde Martin Scorsese reconstruyó todo un barrio de Nueva York para su estupenda obra: “Gangs of New York” (2002). La lista es larga, interminable.

Cinecittá es, además, una lección viviente de quienes pretendieron convertir el cine en un arma política y sus fracasos. Si anteriormente no existe una estética válida, no hay ideología que pueda salvar obra humana alguna. Hay ejemplos que podrían resultar inquietantes en este caso, como el cine que surgió en la Unión Soviética apenas triunfó la Revolución con realizadores como Eisenstein (“El acorazado Potemkin” , 1925; “Alexander Nevsky”, 1938; “Ivan el Terrible”, 1944) o Pudovkin (“La madre”, 1926; “Tempestad sobre Asia”, 1928; “El fin de San Petersburgo”, 1927). En el extremo puesto, en la Alemania nazi, Leni Riefenstahl con “El triunfo de la voluntad” (1935) y “Olympia” (1938). De Cuba: “I am Cuba” (1964) del ruso Mikhail Kalatozov. Pero ni unos ni otros lograron transformar el cine en un arma política capaz de provocar los grandes y definitivos cambios en las masas populares. Por el contrario, todas estas obras terminaron puestas en un rincón, con la intención deliberada que se las olvidasen porque los defensores del pensamiento único, de la idea totalitaria y vertical, terminaron dándose cuenta de que lo verdaderamente revolucionario no es la ideología sino la estética. Y la estética siempre desemboca en la libertad.

jesus.ruiznestosa@gmail.com

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