De novela (III)

Después de un tiempo de haber dejado, forzado por los hechos, mi trabajo en Litoral SA, pasé a ocupar la indeseable función de “oficios varios”. O sea, lo que venga. Vendí revistas, principalmente a los empleados de Hacienda, Correos, Obras Públicas, proveídas por las distribuidoras Lobo y Berni Hnos. Poco tiempo después dejé la “empresa” a los hermanos Galván junto con mis clientes, muchos de ellos habituales morosos. Algún tiempo después volví a encontrar a uno de los Galván en ABC Color –recorría los diarios– en la misma actividad de revistero y el mismo intento imposible de vender libros a los periodistas.

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Mi primer contacto con un medio de comunicación fue Radio Teleco, en la calle Iturbe. Escribía glosas que pretendían ser poéticas para Heradio Villalba Meza, con quien nos conocimos en la Administración Paraguaya de Alcoholes (APAL). Su hermano era un personaje muy popular por ser la voz hurrera del Club Olimpia. El título del programa radial denuncia su cursilería: “15 minutos para el corazón”. Yo apenas alcanzaba para 10, con mucho esfuerzo. El estómago tiene sus razones que el corazón no entiende.

Haciendo algunas cosas más en radio conseguí, en 1958, entrar en el diario “El Independiente”, de Juan Madelaire, dirigido por el Dr. Víctor J. Simón, a quien pronto el gobierno de Stroessner envió confinado a Concepción por sus editoriales. En 1960 se clausuró el periódico. Pasé al diario “El País” y luego “La Tarde”, de la misma empresa, de cuyo director, Emilio Saguier Aceval, “Pitiki”, guardo el mejor de los recuerdos. Me destinó a Policiales. Entonces había una sola fuente: el Departamento de Informaciones, en la calle Chile y Presidente Franco. En esa oficina, en un “libro de novedades”, se concentraban los sucesos de las comisarías de la capital. Entre esos encontré una mañana: “Marcos Melanto Samaniego, de profesión empresario, mayor de edad, detenido por conducir en estado de ebriedad”. Es la misma persona que me había destinado, con toda justicia, a un depósito insalubre por mi carta y firma a Motorola.

Me sorprendió la noticia por tratarse –es la idea que yo tenía– de una persona a quien conocí, en el manejo de una gran empresa, como por encima de todas las debilidades humanas.

Sin rencor, publiqué la noticia de la detención. Al día siguiente temprano me convocó el director comunicándome que alguien le había visitado quejándose de la publicación. Me ordenó que si viniese otra noticia igual o parecida no la publique por ningún motivo. Cuatro o cinco días después me esperaba en la puerta de entrada el guardaespaldas de Pitiki, un sargento de marina, con la orden de impedirme la entrada. O sea, fui despedido. Por teléfono, desde la administración de la planta baja, averigüé la causa con el jefe de redacción, Esteban Mendoza. Me contó el enojo del director. Saguier Aceval no se enojaba: estallaba en gritos que atronaban por todo el edificio. En esos momentos tormentosos lo mejor que se podía hacer era guarecerse en el sitio más seguro: mirarle en silencio. Intentar replicarle era alimentar su furia que podía llegar a nivel 5. ¿Cuál fue el motivo? Que se volvió a publicar la misma noticia de la detención del señor Samaniego.

Hablé, siempre por teléfono, con Ubaldo Centurión Morínigo –muy apreciado por el director y por mí– pidiéndole que hiciese averiguar qué había pasado con la publicación pues yo nada tenía que ver, como se probó después. Fue un accidente en los talleres. Eran los tiempos heroicos de la linotipia que componía los textos en barras de plomo, que no siempre volvían a fundirse. Algún suceso quedaba escrito por ahí. Y sucedió que al diagramador le había sobrado un hueco y no encontró mejor manera de llenarlo sino utilizando la noticia, impresa en plomo, que ya se había publicado antes.

Muchos años después las zarzuelas me dieron alguna popularidad. Frecuentaba el Panuncio con mi amigo Óscar Barreto Aguayo y otros artistas. Una noche, en ese templo irrepetible de la bohemia, se levanta alguien con los brazos abiertos y pronuncia mi nombre con cierta dificultad. Era don Marcos Melanto Samaniego. Tomado de mi brazo y mirándome a la cara exclama: “Miren, señores, a quien yo he castigado: a Alcibiades González Delvalle, nuestro tal y tal cosa periodista y autor de teatro. En vez de haberlo premiado...”. Y siguió más o menos con esos elogios. Me invitó a sentarme. Me hablaba mientras yo me entretenía en comparar a aquel gerente que me parecía siempre siniestro con este hombre toda bondad, humildad, sencillez. Me contó que se había comprado una radioemisora y que su principal proyecto era promocionar el arte y la cultura.

Me encantó haberle encontrado a don Marcos Melanto Samaniego hecho un ser humano. Fue tocado por el arte.

alcibiades@abc.com.py

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