El nacionalismo no es patriotismo

En todo el mundo están resurgiendo con mucha fuerza los nacionalismos, a pesar de que las nuevas tecnologías de comunicación, las condiciones económicas y sociales del mundo real lo han vuelto aún más obsoleto, excluyente, autoritario, conservador y necio de lo que siempre fue.

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El viejo y engañoso truco, que parecía desgastado hasta hace pocos años, de identificar nacionalismo con patriotismo, vuelve a dar resultados a quienes son lo suficientemente inescrupulosos para usarlo. Así llegó Trump a la presidencia de Estados Unidos, con su “América Primero”; así se empantanaron los británicos, con un brexit que ni siquiera están en condiciones de llevar adelante; así se enredaron en un conflicto inútil los catalanes, con su “España nos roba”.

“Lo que hemos aprendido de la historia es que nadie aprende nada de la historia”, dijo el irónico escritor inglés Chesterton y este rebrote de nacionalismo parece darle la razón, porque ¿acaso no hemos asistido todos horrorizados, hace pocos años, a la sangrienta explosión de nacionalismo radical en la antigua Yugoeslavia, con sus masacres?

Aquel genocidio, al que denominaron con terrorífico orgullo “limpieza étnica”, tuvo como resultado, además de muchísimas persecuciones, torturas y muertes injustificables, la devastación de prácticamente toda la región de Los Balcanes y convirtió lo que podría haber sido una gran federación de naciones en varios países pequeños: Croacia, Bosnia-Herzegovina, Serbia, Montenegro, etc.

Me dirán que aquello fue una exageración, pero lo cierto es que no existen nacionalismos verdaderamente moderados, porque el nacionalismo no es una ideología racional, sino la exaltación emocional de la imaginaria superioridad de una nación determinada (por supuesto la propia) sobre todas las demás. Así pues el núcleo básico de todos los nacionalismos es el mismo: “Somos superiores y tenemos más derechos que todas las demás naciones del mundo”.

Denle suficiente poder a un nacionalista, por moderado que sea, y no tardarán en tener una guerra entre las manos, ya sea internacional como la que desató Hitler, civil como la de la antigua Yugoeslavia, o comercial, como la innecesaria y contraproducente que desató Trump entre Estados Unidos y China, de la que tuvo que dar marcha atrás aunque no lo reconozca, como era de esperar, porque estaba generando muchos daños y ningún beneficio.

El patriotismo es el vínculo vivencial y el sentimiento de pertenencia que nos une y nos identifica con nuestra nación. Ese vínculo hace que tengamos unos lazos culturales y afectivos con todos aquellos que son nuestros connacionales. Ser patriota y sentirse parte de la comunidad y la historia de una nación no implica despreciar a quienes no forman parte de ella. Ser nacionalista, en cambio, exige sentirse y creerse superior a todos los que no “tuvieron la suerte” de nacer en ese territorio o de pertenecer a esa “raza elegida” para dominar el mundo.

Los paraguayos tenemos un fuerte sentido patriótico, que fue forjado en una historia de guerras trágicas y que posee además un lazo cultural poderosísimo en el idioma guaraní. Así que resulta necesario consolidar la idea de que el nacionalismo nada tiene que ver con el verdadero sentimiento patriótico.

El nacionalismo no es patriotismo y, por regla general, el nacionalista promedio está más que dispuesto a sacrificar a sus compatriotas en nombre de esa imaginaria superioridad nacional o étnica. En su versión menos agresiva sacrifica la prosperidad (como está ocurriendo en Gran Bretaña y Cataluña, de donde no paran de huir las empresas) y en la más violenta sacrifica sus vidas.

Resulta sorprendente, pero por desgracia está ocurriendo, que en un mundo en el que todos estamos más comunicados que nunca con otros países, otras costumbres, otras formas de pensar, todavía los políticos puedan explotar la identificación de nacionalismo con patriotismo como fórmula eficaz para llegar al poder y, una vez allí, instalar una política de exclusión y discriminación.

Lo más grave de esta epidemia de nacionalismos, empujada por las ansias de poder de un desenfrenado populismo, tanto de la extrema izquierda como de la extrema derecha (ya se sabe que los extremos terminan por parecerse), es que es absolutamente anacrónica en un escenario internacional cada vez más interconectado y más interdependiente. Los vínculos tecnológicos, económicos, sociales, políticos y culturales del mundo actual han hecho inviable aplicar políticas nacionalistas sin dañar gravemente al propio país.

El caso Gran Bretaña y su inexplicable Brexit debería servir de ejemplo aleccionador: aún no han podido ni siquiera iniciar su absurdo proyecto de separarse de la Unión Europea y, en cambio, han puesto en entredicho la unión interna con Irlanda y Escocia y generado dañinas pérdidas económicas y huida de empresas. Así pues el nacionalismo es, a la hora de los hechos, todo lo contrario que el patriotismo, puesto que las primeras y principales víctimas de cualquier nacionalismo son los ciudadanos de la propia nación.

rolandoniella@abc.com.py

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