El negocio del agro

Desde épocas inmemoriales, el trueque ha sido motivo de alcanzar una vida mejor y hasta no hace mucho las cosas prehistóricas ocurrían en el Paraguay. Recuerdo que muchos villarriqueños se acercaban a la ciudad para recibir el salario por el trabajo que hacían en los montes de Caaguazú y parte del Alto Paraná y solo percibían escasas provistas alimenticias para no caer como muertos de hambre y zapatones rústicos y ropas que ni servían para ir a la iglesia.

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El dinero no circulaba y hasta en la ciudad también prevalecía el cambio de una cosa que sobraba en una casa por otra que abundaba en otra. Nadie casi tocaba el dinero y este ejercicio tuvo plena vigencia en el campo paraguayo hasta no hace mucho tiempo.

La población paraguaya era escasa y, como hasta ahora, con déficit en saber producir y consumir, lo poco que producía la agricultura abastecía la exigencia alimenticia de este país. El maíz, poroto, habilla y mandioca era la base que se canjeaba por la carne de cerdo y su grasa, aves y el zoquete vacuno.

Con el tiempo la población creció y las penurias alimentarias fueron aumentando al igual que las necesidades que el consumismo sigue exigiendo hasta con inusitada presión. El país dejó de ser prehistórico con estas demandas y comenzó a crecer y verse en la necesidad de entregar más alimento al pueblo y conseguir el dinero que siempre hace falta para entregar educación a los hijos, vida un poco más sana y digna que la de un perro carachento y abandonado, un cumple de 15 que no deje jóvenes piratas descontentos, motos y celulares actualizados y un sinfín más de actitudes propias del vyrochuquismo.

El algodón comenzó a ser la estrella del país hasta que su exportación se estrelló contra el precio internacional y la agroexportación se redujo a rubros insignificantes hasta que aparecieron otros que fortalecieron nuevamente al Paraguay. Llegaron la soja y su aceite, el maíz, arroz, trigo, el tabaco, la carne porcina y la bovina con sus derivados como el cuero y las menudencias, el girasol y otros últimos rubros como el sésamo, algunas plantas medicinales, la chía y el azúcar de origen orgánico.

El agronegocio implica un montón de eslabones que forman una cadena en donde se procesa la provisión de insumos para producir y distribuir. En esta compleja actividad agroempresarial y agroindustrial se encuentran involucrados todos los actores y agentes desarrollistas de la producción agropecuaria y forestal. Este país no vive más que de estas actividades productivas, sin “desmerecer” ni olvidar a las otras prontitudes y diligencias criollas tan rentables como el contrabando y la corrupción.

En la cadena del agronegocio de nuestros rubros que hacen las empresas privadas se encuentran también ligada la dirección, la organización, la planificación, las finanzas, el personal, el control, el IVA, otros impuestos y dividendos que quedan para el país. Aquí la agroexportación suena en boca de todos como el maldito origen de nuestra pobreza. Cuando el algodón y sus miles de litros de insecticidas de las 500.000 hectáreas sembradas llegaban a los puertos internacionales también llegaban los dólares tranquilizadores para los productores, el Estado, los acopiadores, las desmotadoras, los transportistas y las vendedoras de empanadas y de yuyos de todo el Paraguay.

Los populistas y algunas ideologías no quieren entender que la moneda fuerte como el dólar y el euro llegan por la venta que se consigue en el exterior y es lo que hacen los países que producen excedentes de alimentos. La agricultura familiar paraguaya bien puede y debe producir alimentos para consumir y exportar. Lo que pasa es que la cultura general se quedó en la costosa y contaminante gaseosa y su educación alimentaria no va más allá de la tortilla y el mandi’o chyryry.

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