El tiempo paraguayo

La gente suele tener noticia de las confusiones referentes a fechas antiguas, calendarios mal hechos, cálculos astronómicos errados. Se sabe bien, por ejemplo, que Jesús no nació en el año 753 de la fundación de Roma, según la estimación chapucera de Dionisio el Exiguo, ni que a dicho año se le pudiese numerar uno, cuando en realidad debió ser el año cero. Muchos saben que, por tal motivo, el inicio de este milenio debimos haber festejado la noche del 31 de diciembre de 2000 y no la del 1999, como hicimos, contrariando groseramente la lógica y la aritmética. Es cierto, estábamos con prisa por ese apremio del fin del mundo y el famoso “no dejes para el año que viene lo que puedes hacer en este”.

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Pero si lo anterior es sabido, muy pocos están enterados de que la unidad universal de tiempo es el segundo, cuya duración es de 9.192.631.770 Hz o periodos de la radiación correspondiente a la transición entre los dos niveles hiperfinos del estado fundamental del átomo de cesio 133. Tampoco yo lo sabía; pero nos lo asegura el Sistema Internacional de Unidades (SI). Bueno; ¿Y qué?

La verdad es que el cálculo del tiempo con la exactitud que pretende la ciencia nunca importó un pepino aquí; que no nos va ni viene la precisión cronométrica ni cronológica, excepto si se trata de cobrar el sueldo, el pagaré o la comisión, la espera en una fila y circunstancias parecidas, en las que sí, los segundos cuentan y se cuentan los segundos, con o sin cesio 133 a mano.

Sospecho desde hace mucho que, en el Paraguay, el tiempo tiene un sentido distinto al resto del mundo. Nuestros ancestros guaraníes disponían de un calendario bastante tosco, comparado con el de otras culturas indígenas. Como no cultivaban mucho y lo que plantaban solía crecer todo el año, eso de medir el paso de las estaciones, llevar la cuenta de las fases lunares y observar la eclíptica solar, eran afanes que les tenían sin mayor cuidado.

Azara relata que los campesinos solían calcular el lapso de recorrido entre dos puntos geográficos mirando al caballo de quien haría la carrera. Si el animal era joven y fuerte, decían apete; si era viejo o lerdo, mombyry. El punto de destino quedaba cerca o lejos según las condiciones de la cabalgadura. Hay que tomarlo como un antecedente del GPS.

Actualmente, algunas cosas de aquella época continúan igual. Nuestro horario oficial está fijado de acuerdo al UTC internacional, aunque aplicado con las variaciones convenientes a las peculiaridades locales. Por ejemplo, un derecho atribuido especialmente a los que hablan en radio es el de fijar el punto exacto del mediodía, vale decir, en qué momento se pasa de la mañana a la tarde. “Buenas tardes diputado” –dice el radialista a eso de una de la siesta, entrevistando a alguien– “Para mí es buenos días” –responde este. “Ah. ¿Aún no almorzó diputado?”. “No pude todavía”. Etc.

Los cuatro países fundadores del Mercosur cambian sus horarios de invierno y verano en momentos distintos, cuando pudieran ponerse de acuerdo para coordinar una misma fecha para todos y hacernos la vida más fácil; pero ni para esto sirve la supuesta integración. En Venezuela, Hugo Chávez dispuso que la hora oficial varíe treinta minutos en vez de sesenta, como aconseja el sentido común y se hace en todas partes. La extravagancia no sirvió para nada útil, aunque supongo que, al menos, desorientó completamente los relojes del Imperio.

Aquí nadie sabe para qué se cambia el horario. Más aún en un país donde rige la libertad de definir cuándo es mañana y cuándo tarde de acuerdo con el almuerzo y no con el meridiano de Greenwich. De modo que, ya que estamos en plan de cambios constitucionales, será el momento oportuno para poner por escrito dos derechos fundamentales del ciudadano, uno antiguo: el de que en el Paraguay todo plazo puede ser prorrogado a petición de parte; otro nuevo: que la medición del tiempo es un asunto privado, exento del ámbito de la autoridad pública.

glaterza@abc.com.py

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