En el centenario de Roa Bastos

En el marco de la Feria Internacional del Libro (FIL) se rinde homenaje a Augusto Roa Bastos por el centenario de su nacimiento, que se cumple el próximo martes. Se organizan varios actos con el protagonismo de conocidos escritores internacionales y nacionales que coinciden en destacar a Roa como a una de las máximas expresiones de la literatura latinoamericana.

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En el mismo año –1974– de la aparición de “Yo el Supremo”, vieron también la luz “El recurso del método”, de Alejo Carpentier, y “El otoño del patriarca”, de García Márquez. Las tres obras tienen en común la figura del dictador. En el año 2000, Mario Vargas Llosa dio a conocer “La fiesta del Chivo”, inspirada en el dictador dominicano Rafael Leónidas Trujillo, que cambió el nombre de la capital por el suyo, a más de hacerse llamar El Benefactor, el Padre de la Patria Nueva, el Reconstructor, en fin, nada original.

Frente a estas obras que prestigian la narrativa mundial, se impone “Yo el Supremo”, no solo por la complejidad del personaje –Rodríguez de Francia, que no fue moldeado en la matriz de donde nacen los dictadores de estas tierras, como de una fotocopiadora– sino, entre otros aciertos, por el tratamiento novedoso del protagonista, de su contexto social y político, de su historia.

Francia no se parece a los dictadores que han sido novelizados o no. Tampoco la novela de Roa es como las otras del mismo tema. No se limita a contar con maestría, desde fuera, los episodios que hacen a la naturaleza de un tirano.

Dice Mario Benedetti en “El recurso del supremo patriarca” –en alusión a las narrativas de Carpentier, Roa y García Márquez– que en nuestro novelista “hay un lenguaje sobrehumano en ciertas constancias del Supremo”.

En esta Feria Internacional del Libro se habló también de la actividad periodística de Roa Bastos. La ejerció en un momento cargado de dificultades políticas. Sus editoriales del diario “El País” reflejaban con exactitud la realidad nacional bajo un gobierno dictatorial –encabezado por el general Higinio Morínigo– que tuvo una pausa con la llamada “Primavera democrática” de junio a diciembre de 1946. Morínigo se había hecho del poder a la muerte trágica de José Félix Estigarribia, en setiembre de 1940.

Como efecto de un golpe dado por la Caballería contra un grupo de militares con inclinaciones nacifascistas, nació un gobierno conocido como de “Coalición” entre colorados, febreristas y militares. El propósito era instalar la democracia basada en una nueva Constitución Nacional que fuese el pilar de un modelo político libertario, sin exclusiones.

Roa saludó la nueva situación que parecía encaminar el país hacia mejores días. Pero pronto percibió las dificultades que causan los políticos sin más ambiciones que el poder. Comenzaron sus editoriales a señalar las debilidades de un Gobierno que pronto sería llamado de “Colisión”.

Morínigo –después de junio de 1946– seguía siendo presidente de la República, pero sin protagonismo, por lo menos en apariencia. Desde el silencio llevó adelante su reconocida y temida astucia, denunciada por Roa Bastos.

Se llegó a finales de 1946 con un país devastado por la anarquía. “La primavera” ya no daba para más. De nuevo cayó el invierno político que sería largo y penoso con la inclusión de una guerra civil –la de 1947– que duró cinco meses. Fue una de las peores registradas en nuestra historia. Esa revolución, como a miles de compatriotas, se llevó también a Roa Bastos a un largo exilio donde tuvo, al fin, la ocasión de expresar la vastedad de su talento creador, hoy mundialmente reconocido.

Bien está, entonces, el homenaje que a lo largo de nuestra geografía, y mucho más allá, se le tributa hoy con entusiasmo, cariño y reconocimiento.

De Roa Bastos podemos decir aquello que Víctor Hugo dijera de Shakespeare en su celebrado ensayo: “¿Para qué necesita un monumento? La estatua que se ha levantado a sí mismo, teniendo por pedestal todo un pueblo, vale más que la más alta pirámide (…) ¿Qué puede hacer el mármol por él? ¿Qué podrá el bronce allí donde ya está la gloria? (…) Aunque se mezclaran y amontonaran todas las piedras, ¿podrían engrandecer a este hombre? El cerebro que encierra una idea es una cúspide superior a los monumentos de piedra y de ladrillo”.

alcibiades@abc.com.py

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