Invisibles

La semana pasada, una abuela de 74 años fue a parar al hospital molida a golpes por uno de sus hijos. La señora terminó con hematomas en todo el cuerpo, producto de una golpiza dada por su propio hijo de 58 años.

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La gente se espantó un rato en las redes sociales con las fotos y luego continuó su vida, ajena a la realidad de que ese día y ese episodio era uno de los 14 casos que se reportan diariamente en forma oficial (la verdadera cifra es desconocida).

El año pasado falleció doña Matea, tras una agonía de más de 15 días. Su hijo la golpeó brutalmente y hasta perdió un ojo antes de entregarse a la muerte. En julio del año pasado golpearon salvajemente a otro adulto mayor por haber espantado a un perro.

Estos casos que trascienden son apenas la punta de un iceberg que oculta una cruda realidad mucho más pavorosa que cualquier argumento de película dramática. Abandonados, tirados en mal llamados hogares que semejan mucho a depósitos, nuestros adultos mayores se quedan a esperar el final con resignación y cero vida digna.

Trabajamos toda una vida; primero para pagarnos los estudios, luego para intentar cumplir el sueño de una familia, los hijos que van llegando, la salud, los alimentos, la ropa... Aparecen por el camino la escuela, el colegio y algunos cargan también con la universidad de la prole. Cuando llega el momento en que los hijos levantan vuelo, ese adulto se da vuelta a mirar qué pudo construir para su futuro y descubre que no pudo garantizarse una vida digna.

Se descubre también con tristeza que el Estado tampoco tiene respuestas para sentirnos útiles, con esperanzas, arropados en sueños, en hacer actividades que nunca antes se pudieron hacer porque había que trabajar. Se descubre también con tristeza que el sistema intentará estrujarnos hasta el final: esta semana denunciaron de qué manera muchos adultos mayores –varios con sus bastones y oxígenos– esperaban en vano cobrar unas monedas en una dependencia del BNF del interior del país.

Esta semana me acordé del día en que conocí al más bullanguero grupo de baile en un conocido centro nocturno de Río de Janeiro. La más joven tenía 68 años y la de más edad 80. Todos bailaban con un profesor con el cual tienen clases de baile semanales, además de clases de canto, gimnasia o manualidades: son actividades que garantizan los municipios brasileños a sus ciudadanos de la tercera edad.

En Paraguay, llegar a la vejez, es una pesadilla. Si uno está desheredado por su propia familia, es triste; si además está enfermo, la situación empeora. Y si además de la vejez y la enfermedad se añade la pobreza, es un combo que obliga a resignarse a vivir sin esperanzas esperando solo el final.

Los políticos no piensan demasiado en crear opciones para la vejez porque deben pensar que nunca envejecerán. La otra opción es que no lo hacen porque saben que nunca serán ancianos... y pobres.

mabel@abc.com.py

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