La controvertida campaña electoral estadounidense

Laurence Lowell, el más célebre orador académico de todos los tiempos, exrector de la Universidad de Harvard, solía preguntar insistentemente a sus interlocutores si los Estados Unidos estarían en el sendero de convertirse en una nueva Cartago, que por su espíritu mercantilista desapareció del escenario mundial hace más de 2.000 años.

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Corría el final de la Segunda Guerra Mundial, cuando aún no había estallado la Guerra Fría, y todo parecía que el gran “sueño americano” se había impuesto de la mano de una economía floreciente que detentaba casi la mitad del producto bruto de la Tierra; el hombre supuestamente había llegado a la cúspide de la felicidad y la realización plena. Parecía que la historia había terminado y que el “progreso sostenido” se haría cargo de todo lo que fuera añadido en la posteridad.

Sin embargo, en el lado opuesto de esta visión obnubilada se encontraba el hecho de que las dos superpotencias, Estados Unidos y la Unión Soviética, se iban preparando para la guerra de exterminio en una escalada ascendente que generaba una paz ficticia cimentada sobre el terror nuclear.

Ese sueño de grandeza, de paz universal y de las ambiciones desmedidas para acaudalar riquezas despreciaba los valores que se enmarcaban dentro de la cosmovisión de la espiritualidad.

Para culminar todo este proceso histórico de optimismo desmesurado llegó el suceso de la caída de las Torres Gemelas, que le dio un duro golpe a la libertad individual de los estadounidenses, a lo que se vino a sumar la gran crisis económica del año 2008, con millones de embargados por deudas inmobiliarias, con un resabio interminable de listas de desempleados y un número cada vez más creciente de marginados sociales que hoy están subsistiendo a duras penas con subvenciones estatales y por obra y gracia de la ayuda humanitaria voluntaria.

Aunque en los años posteriores se haya sentido un leve alivio de esta situación estructural, la performance de la economía norteamericana nos plantea un escenario complejo e inestable.

Para graficar bien lo que estamos diciendo podemos considerar el deterioro de la clase media, que detentaba hace tres decenios el 62% de la pirámide poblacional, mientras que hoy esa cifra se ha reducido casi a la mitad; mientras que la clase rica ha aumentado sus caudales con referencia al ingreso nacional casi el doble de lo que significaba hace tres lustros.

No es extraño, entonces, que en estas elecciones primarias estadounidenses aparezcan personajes exóticos, mesiánicos y proféticos cuya visión exitista se vuelve extremadamente optimista y cuya implementación resultaría en un verdadero fracaso por encontrarse totalmente ajenas a la realidad.

Así nació la candidatura de Donald Trump, quien desplegó en sus discursos conceptos realmente ofensivos a la pobreza y a la inmigración ilegal, que hoy suman más de once millones de almas, contra los que reclama la expulsión inmediata del territorio estadounidense, cerrando a la vez las fronteras para los musulmanes aunque estos proviniesen de la masacre que se está produciendo en Siria.

¿Cómo se explica que un hombre tan menguado de cultura y erudición, tan saturado de xenofobia y racismo pueda estar ocupando hoy el más alto nivel en las encuestas del Partido Republicano? No se puede explicar semejante engendro exótico sin tomar en cuenta la crisis moral y ética profunda en la que se halla sumida los Estados Unidos.

Crisis interna referida a la violencia estudiantil, al aumento exponencial a la drogadicción, al crecimiento del alcoholismo, al desquicio familiar y a la proliferación del aborto, sumado a todo esto el creciente temor de la incursión del Estado Islámico, que ya ha puesto pie en territorio americano.

En el polo opuesto de este mesianismo conservador se encuentra Bernard “Bernie” Sanders, quien también encarna un nuevo “sueño americano”, planteando medios sencillos pero irrealizables a corto plazo para resolver el problema de la educación y de la salud pública gratuita.

Ambos pretenden crear un “nuevo mundo reformado” no por la ética ni por la moral, ni por las cruzadas cristianas con su visión trascendente, sino simplemente con recursos y factores que devienen de un “realismo mágico y providencial”, de corte puramente humano.

Más allá de estos dos políticos exóticos que ocupan el extremo opuesto del pentagrama electoral, se encuentran aquellos políticos profesionales que no plantean una solución integral a corto plazo, entendiendo que el problema escapa de la potestad de solo un ser mortal.

Trump, paradójicamente, pretende elevar los impuestos a los más ricos dando los beneficios de la seguridad social gratuita a aquellas personas de más de 65 años de edad.

Vista así la cosa, estas elecciones estadounidenses tienen un sesgo totalmente insólito, saturado de denostaciones y agravios personales, insinuaciones maliciosas con palabras proferidas en doble sentido y una ironía sórdida y procaz que no tiene parangón en la historia política estadounidense.

Tal vez sería oportuno volver a replantear el cuestionamiento que se hacía Lowell como señalábamos al comienzo de este comentario.

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