Monseñor Rolón

Me propuse recordar, de vez en vez, a las personas cuyo ejemplo de vida nos indica el camino a seguir. Nuestro país necesita de modelos en los cuales mirarnos para evitar tantos extravíos éticos como los que hoy padecemos. Me acordé de monseñor Ismael Rolón. Se hizo querer, admirar y respetar por su dación generosa en defensa de la dignidad ciudadana. Con su muerte, en junio de 2010, se apagó la voz que honraba a la Iglesia Católica y daba coherencia a su doctrina social. 

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Dios lo puso en el momento exacto, cuando más arreciaba la bestialidad de la dictadura, para que desde el púlpito subiese el verbo recio, justo, humano, que denunciase sin miedo la barbarie. 

Monseñor Rolón vivió y padeció los rigores de un gobierno que se instaló en el país como para no irse más. A igual que los ciudadanos que plantaron cara al stronismo, a su nombre se ha pretendido colgar el escarnio y la difamación. Cuanto más crecían las intrigas en su contra, monseñor exhibía una serenidad contagiosa, una tolerancia que apaciguaba los ánimos sin apagar la rebeldía. 

Justamente su fortaleza de ánimo sin estridencias, sin exhibicionismos, pero siempre tenaz, le valieron la admiración y el respeto del pueblo que tuvo en monseñor a su mejor guía. 

Seguro de que la razón, desde la doctrina cristiana, estaba enteramente de su parte, se enfrentaba a los esbirros de la dictadura. Entre muchos casos, se recuerda cuando salió de la catedral para enfrentar al terrible comisario Carlos Schreiber, quien estaba al frente de la represión contra pacíficos ciudadanos que participaban de la marcha del silencio. 

Estos y otros hechos injustos –que se extendieron a lo largo y ancho de la dictadura– sirvieron para vigorizar la voluntad de monseñor en su afán de que el país tuviera un mejor destino. 

En particular, este diario recuerda con profunda gratitud al arzobispo emérito que en los cinco años de clausura (1984-1989) no dejó pasar un solo mes sin que alzara su voz indignada, a modo de homilía, por la libertad de expresión quebrantada. Tenía muy claro que esta libertad es la columna de las demás libertades. Pero también, como corresponde a su espíritu de justicia, protestaba con el mismo coraje las veces, muy frecuente, en que otros medios de comunicación caían en la tentación de seguir la soberbia dictatorial. 

En su entera comprensión del valor de la palabra, se hacía de tiempo para hacer llegar a los periódicos su columna “Desde mi oasis”, que expresaba sus reflexiones, temores, esperanzas, enfado, en un contexto social y político que se había alejado de la doctrina de la Iglesia. Sus escritos reflejaban la cotidianeidad de una dictadura perversa y corrupta, y la mayoritaria aspiración del pueblo por vivir un tiempo distinto, un tiempo de paz, de bienestar, de hermandad. 

En la perspectiva, es posible aprehender en su exacta dimensión lo que había significado para la iglesia, y para el país, un sacerdote que asumió con valentía, a la vez que con humildad, su misión jesucristiana de inspirar arrojo cuando los torturadores parecían inmovilizar de miedo a la población; cuando los garroteros parecían que iban a imponerse al resto de los ciudadanos. En esos momentos la voz serena de Ismael Rolón condenaba la barbarie de un gobierno al que gustaba proclamarse cristiano. 

Es un privilegio para el país haber contado entre sus hijos a monseñor Rolón. Y más todavía que se acercara al centenario de una vida consagrada al bien público. Había nacido en Caazapá en 1914. 

Su dolor no se había acabado con el derrumbe de la dictadura, a la que había enfrentado con singular coraje. Seguía padeciendo de la vida nacional la corrupción, la prepotencia, la impunidad, que oscurecían las esperanzas de la ciudadanía por una vida mejor. 

Por todo cuanto ha significado para el país, por todo lo que fue, monseñor Ismael Rolón entró en la inmortalidad con la gloria de haber sido un ciudadano imprescindible en las horas amargas de la patria.

alcibiades@abc.com.py

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