No hay cielo ni infierno

Causó mucho revuelo en estos días las afirmaciones del papa Francisco acerca de la inexistencia del infierno y del cielo como espacios físicos. Esta idea ya la había expuesto Juan Pablo II. Ambos Pontífices parten del pensamiento de que el “infierno tan temido” y el “cielo tan deseado”, son una cuestión de conciencia. No hace falta morir para acomodarse en el cielo o hervir en las llamas infernales. Un buen comportamiento, o malo, marca el sitio donde transcurre nuestra vida. Es una elección.

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El filósofo y dramaturgo francés, Sartre, puso en boca de uno de sus personajes en “A puerta cerrada” estas palabras: el infierno son los demás. Una mala compañía, un mal gobierno, políticos y jueces corruptos, etc, son el infierno; son los que hacen padecer; son el fuego que abrasa sueños y esperanzas. ¿No son un infierno los narcotraficantes? ¿Viven en una inmensa cueva debajo de la tierra entre llamaradas eternas? No, están entre nosotros, entre los vivos.

Aclarada, entonces, la cuestión del cielo y del infierno, queda la otra: la vida después de la muerte. Sobre este punto Juan Pablo II y Francisco mantienen el fundamento cristiano: se vive para morir y se muere para seguir viviendo.

Nadie sabe lo que pasa después de la muerte, aunque muchas personas quisieran saberlo. Incluso, hay quienes lo intentaron.

Me acuerdo de una información, venida del Japón, referida a la inquietud de los padres y de las autoridades educativas por la cantidad alarmante de niños y de jóvenes que se suicidan por motivos, en apariencia, extravagantes. Uno de esos casos fue particularmente llamativo. Un chico de 14 años se suicidó empujado por la curiosidad de saber si hay vida después de la muerte.

En nuestro país, como en muchas otras partes del mundo, se multiplicaron en los últimos tiempos esas sectas cuyos predicadores difunden la idea de que la vida terrenal no vale la pena ser vivida. Nos dicen a gritos que estamos en el infierno, sin pensar que nos espera la eterna bienaventuranza. Procuran hacernos aparecer como criaturas irresponsables que por un momento de placer, sea gustando un helado, una cerveza o una buena compañía, perdemos para siempre la ocasión de vivir en el cielo, entre los ángeles.

Otros, al parecer financiados por grandes empresas transnacionales, intentan meternos en la cabeza que los asalariados, los sintechos, los sintierras, los hambrientos, deben considerarse felices en sus desgracias porque tienen asegurados una platea en el cielo. Quieren convencernos de que nuestras necesidades terrenales son el único camino que nos llevará a la abundancia celestial. Entonces, para merecer la felicidad eterna, nada de pedir aumento salarial, nada de exigir derechos sociales, nada de nada. Al contrario, cuanto más padezcamos aquí en la tierra, mejor estaremos en la otra vida.

Está la otra variante igualmente desatinada: ser pobre es la poderosa razón para conseguir lo que sea y como sea. Generalmente, como sea. Se argumenta que la pobreza es suficiente razón para quedarse con lo ajeno, con lo no trabajado, con lo no merecido.

Es posible que el suicidio del joven japonés haya estado alentado, no solo por la curiosidad, sino por la esperanza de una vida sin penurias a partir de la muerte. De todos modos, suicidarse a los 14 años –y con perdón de los predicadores– es perder la posibilidad, aquí en la tierra, de vivir también una vida holgada, tranquila, agradable. Una vida que se palpa, que se siente. ¿Por qué la alegría terrenal debe pagarse con el castigo? ¿Por qué las penurias tendrán que ser la única condición para llegar al cielo que, además, no existe, como afirman los Papas? 

alcibiades@abc.com.py

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