Patrimonio de la humanidad

SALAMANCA. Quienes hicieron el viejo, viejísimo plan de estudios del bachillerato, se acordarán de que en la tapa del libro de Historia Antigua había, a manera de ilustración, un toro alado perteneciente a la antigua civilización siria. Era el libro de B. Sarthou editado por FVD. Pues bien, esos toros, ya no existen más. El fanatismo criminal disfrazado de religiosidad acaba de destrozarlos; no solo los toros, sino muchas otras esculturas milenarias. Resistieron el paso del tiempo, pero sucumbieron a la actual barbarie humana. No contentos con utilizar grandes mazas de hierro, recurrieron a taladros neumáticos. Para adorar a sus dioses, rechazan todo lo moderno. Para destruir lo de las culturas que ellos consideran contrarias a sus creencias, recurren a la última palabra de la tecnología.

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Los ejércitos del llamado Estado Islámico de Irak y Siria (ISIS) se han apoderado de la ciudad de Mosul, y entre las primeras medidas que tomaron las hordas de fanáticos que componen ese mal llamado “ejército” estuvo destruir lo que se conservaba en el museo de la ciudad, el segundo más importante de Irak, y que, para más inri, ya había sido saqueado en 2002 durante la guerra que sufrió el país en aquel entonces. A unos 400 kilómetros al norte de Bagdad, está a orillas del río Tigris, que juntamente con el Eúfrates limitan la tierra en la que, según algunos creyentes, se encontraba el Paraíso Terrenal. Además, tiene otras connotaciones bíblicas, ya que en Mosul se encuentra la tumba de Jonás, el que estuvo durante tres días y tres noches en el interior de una ballena.

Creyentes o agnósticos, devotos o ateos, no creo que nadie pueda dejar de preguntarse qué procesos debe seguir un pueblo para pasar de los niveles más altos de civilización de su época, a la más abyecta barbarie contemporánea, donde quienes no comparten sus creencias religiosas son decapitados en la plaza pública en presencia de la población, porque todo castigo debe tener un fin ejemplificador; las mujeres mueren a pedradas lanzadas por los transeúntes y los homosexuales son arrojados vivos al vacío desde los edificios más altos de la ciudad.

Si es necesario que todo acto sea motivo de reflexión, es el momento entonces de que reflexionemos sobre el tema poniéndonos a nosotros y nuestra cultura en el centro del debate. La obsesión de borrar los rastros culturales de civilizaciones que no pertenecen a la nuestra ha sido una constante en la historia de Occidente. Ejemplos hay muchos, pero por motivos de proximidad física y afectiva que se me presentan en este momento me remito a situaciones que se han dado en España en el pasado y también en el presente. La llamada Reconquista, ese largo proceso guerrero que llevó más de siete siglos para expulsar a árabes y judíos que habían convertido a la península en al-Ándalus para los primeros y Sefarad para los segundos, fue rica en ejemplos de destrucción de todo aquello que pudiera significar rastros de un pueblo o de otro. A pesar de todo el esfuerzo empeñado, no lograron borrar, felizmente, sus huellas.

Así, en la mezquita de Córdoba, la más grande construida fuera de territorio árabe, la que habla del grado de refinamiento, riqueza y conocimiento técnico de la dinastía Omeya, se construyó la catedral católica para lo que tuvieron que tirar centenares de columnas y levantar el techo para dar lugar a los arcos ojivales de la arquitectura cristiana. Por su parte, Carlos V ordenó la construcción de un palacio barroco en las puertas mismas de la Alhambra, en Granada. La historia continúa: hace un par de años, la Iglesia española, a través de una ley, o sea, de manera legal, pero no ética, se hizo dueña absoluta de la Mezquita, patrimonio de la humanidad, y ha borrado la denominación de haber sido tal en toda la papelería y carteles que conducen al sitio, sustituyéndola por “catedral”. Aun más: van llenando el espacio de imágenes religiosas con la intención de que pierda, definitivamente, su carácter musulmán. De esto, como el título de la película, “de esto no se habla”.

jesus.ruiznestosa@gmail.com

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