Políticos, burócratas y sindicatos en la agonía final

El espejismo de que unos adolescentes marchando por las calles pueden cambiar el destino tuvo su máxima expresión el 23 de octubre de 1931 y el saldo fue de 8 muertes. Se protestó una inexistente indefensión del Chaco y la muy torpe Policía permitió a la turba aproximarse al despacho presidencial y desató la tragedia. El Chaco no fue defendido un metro más ni un día antes por aquel sacrificio inútil de valiosa sangre joven.

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Sufrió la educación con huelgas y protestas y suspensiones de exámenes a los que se tomó el gusto in crescendo hasta el extremo de tener estudiantes secundarios exiliados o confinados por los remedos totalitarios de la posguerra. Los padres, preocupados porque la politización suplantó a la alfabetización, comenzaron a transferir a sus hijos a colegios religiosos y privados donde la calidad no emulaba la del Colegio Nacional, pero ahí estaban a salvo de huelgas, paros y cachiporras policiales.

Así se llegó a 1959, cuando Stroessner simultáneamente se las vio con la rebelión del coloradismo en Diputados, de los obreros en la CPT y los estudiantes en las calles. Y se propuso neutralizar a los tres. Colorados y CPT fueron abatidos de la manera acostumbrada: detención, cárcel, torturas y exilio.

El coto a la rebelión del CNC requirió de una maniobra maquiavélica. Se aprovechó que casi todos los líderes tenían que cumplir la conscripción en los CIMEFOR y se usó el cuartel para intimidar. Y también se decidió coloradizar (stroessnerizar, en realidad) al CNC con la matrícula masiva de pyragüés empleados del Estado, cuya tarea no era estudiar sino copar el Centro 23 de Octubre en elecciones donde si no había mayoría, entraba el terror.

A pesar de los esfuerzos del último director decente, Víctor N. Vasconsellos, Pastor Coronel se paseaba por los jardines, festejando la “victoria”, abofeteando independientes y desecrando la estatua de Benjamín Aceval. Lo demás fue casi un anticlímax. El colegio se volvió seccional, se hizo llamar de hecho “Bernardino Caballero”, aunque este nunca fue alumno, profesor o directivo, pero fue la guinda de la stroessnerización.

En esa era ignominiosa, los alumnos estaban para marchar hasta el Palacio y saludar al líder cada 23 de octubre. Y de ahí salían a los bares céntricos a beber cerveza y buscar camorra violenta contra otros colegios nacionales. La tierna podredumbre de la Generación de la Paz se graduó de patotera. Andrés Rodríguez puso epílogo a esa tradición.

En materia educativa imperó la involución. No tenía futuro un colegio cuyo director era incapaz de mantenerse en el cargo lo suficiente para dirigir. Lo sacaban los alumnos con cualquier excusa, de que era mujer, de que era estricto, de que era joven. La razón verdadera, no obstante, estaba agazapada. Las diferentes reformas educativas, con auspicio de burócratas del MEC y sindicalistas ídem, convirtieron el despacho de Aceval y Gondra, de Manuel Domínguez y O’Leary en un empleíto público más para acceder al cual hay que pasar cursitos de Didáctica y tener padrinos.

¡Antes que reclutar a los mejores como en la época dorada, hoy el aspirante a director debe recibir calificación numérica por su carrera previa y tomar un examen de lectura y escritura! Así, el cargo está exclusivamente disponible a los sindicalistas docentes. Con razón se esfumaron la disciplina y la excelencia. Ese director, ya antes de asumir, debe “negociar” con los alumnos, capaces de rechazarlo y tomar de rehén al Colegio.

Eso torna creíble hasta el sacrilegio proferido hace poco, si el Colegio no va a ser útil a la sociedad, es mejor cerrarlo. Primero la decadencia, después, la caída.

*Egresado CNC 1966, autor del libro: “Colegio Nacional: Revolución Social y Educativa, 1869-1885”

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