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En un país serio las autoridades son responsables de sus acciones y desempeño al frente de las instituciones y ante la opinión pública.
En democracia debería de tener peso la opinión de la gente de todos los niveles y estratos sociales. Una autoridad que se precie como tal debe respetar las críticas de sus conciudadanos, que a través del voto le concedió el poder para gobernar y administrar con honestidad los bienes del Estado.
Es decir, los que fungen de autoridades –poder momentáneo y circunstancial– tienen la obligación de honrar el compromiso asumido ante el pueblo, prestar servicios y no servirse de los bienes estatales.
Sin embargo, esto en la práctica no se cumple, más aún en el periodo electoral, época de uso y abuso de los bienes públicos. Este modo de trastrocar los valores y de convertir la función pública en privado o para beneficios personales y de grupos se volvió una costumbre permisiva que ha causado mucho daño al país.
Lamentablemente, no hay opinión que valga ni críticas ni denuncias porque la corrupción hizo metástasis y carcomió los tejidos sociales. Cuando las libertades públicas se resquebrajan, así como la libre expresión, la democracia no tiene sustento.
Las instituciones no funcionan y por consiguiente no hay equilibrio de los poderes del Estado: Ejecutivo, Legislativo y Judicial, porque no actúan de contrapeso y la división tripartita de los poderes se tira por ventana.
Por eso, el país está a la deriva, no hay rumbo ni orden ni seguridad; y la deshonestidad campea en todos los niveles. En un país donde se ha perdido la vergüenza no interesa la opinión pública. Los pilares se resquebrajaron y la endeble democracia no puede permanecer de pie por falta de solidez de las instituciones.
rmontiel@abc.com.py