Saludable libertad de expresión

El 3 de febrero de 1989 el Paraguay amaneció libre de una larga dictadura, iniciada el 4 de mayo de 1954 con el golpe militar, encabezado por el general Alfredo Stroessner, que derribó a su correligionario Federico Chaves. Eran los tiempos en que los presidentes no alcanzaban, en promedio, dos años en el poder. Si era pernicioso que un gobierno durase tan poco tiempo, lo era mucho más que se eternizase en el poder.

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Ante la anarquía política iniciada al término de la revolución de 1947 –de triste memoria– la aparición de Stroessner en el Palacio de Gobierno dio esperanzas de que el país se normalizara y emprendiese su postergado desarrollo económico y social. Stroessner se instaló en el poder precedido de la fama de austero y justo.

Todavía no se apagaron los aplausos de bienvenida cuando el nuevo presidente sorprendió con unas medidas que fueron la base del culto a su persona. Esta práctica habría de durar y robustecerse día a día hasta el final de su dictadura.

La Administración Nacional de Telecomunicaciones (Antelco) –antecesora de Copaco– fue la madre fundacional del culto al dictador. El 20 de diciembre de 1954, mediante la circular número 20, impuso a las radioemisoras del país la música y el texto con que debían de iniciar la transmisión diaria. Fue una confiscación de los espacios radiales y una señal de los métodos para consolidar el naciente poder.

Pasaron 29 años de la caída de la dictadura que daba la impresión de que era sólida como una montaña y de la que no cabía esperar sino que Stroessner muriese de viejo, en la cama presidencial, el día y la hora que eligiese. Tal era el poder que proyectaba desde hacía casi 35 años. Pero bastaron unas horas para que se derrumbara lo que parecía tener la fortaleza de la muralla china. Se entiende. Quienes juraron seguirle “hasta las últimas consecuencias” se borraron totalmente apenas iniciados los tiroteos. Nadie se acordó de que le habían ofrecido la vida “si necesario fuere”. El único momento en que fue necesario hacerlo nadie apareció. Por suerte.

El 5 de febrero, en horas de la tarde, en el aeropuerto internacional, una multitud se fue a despedirle y a expresarle su repudio. Se iba al exilio de donde nunca más volvió, como tantos dignos compatriotas a quienes castigó con el exilio perpetuo. El mal sueño se acabó, pero antes había quedado un país devastado por el odio, dividido por la dictadura entre “buenos” y “malos” paraguayos.

Con todos los beneficios que da la libertad a cada ciudadano, llama la atención que todavía se escuchen voces –cada vez menos– en favor de la dictadura que nunca se apiadó de sus críticos. Se citan a favor de Stroessner las obras materiales de su dilatado Gobierno. Sobresalen las rutas, pavimentadas o no, que unen la capital con gran parte del país. Pero estas realizaciones tuvieron su contrapartida en lo social, político y cultural. Paradójicamente, las rutas abiertas hacia el Brasil y la Argentina sirvieron también para que miles de compatriotas las transitaran camino al exilio. A cambio, vinieron también por esas vías extranjeros que cantaban loas al dictador con el solo afán de delinquir después.

Stroessner se apoyó en tres instrumentos “legales” para reprimir a sus críticos: el art. 79 de la Constitución, que establecía el estado de sitio, y las leyes 209 y 294. También en la famosa “unidad granítica”: Fuerzas Armadas, Gobierno y Partido Colorado. El coloradismo dividido en dos: oficialistas y opositores; los privilegiados y los malditos; los que acaparaban la función pública y los que nunca podían acceder a ella, o mantenerse en ella si no se declarasen enteramente stronistas. Esta persecución nunca ha podido resolverse en el Partido como vimos en las recientes internas.

En 29 años de democracia muchos problemas ya deberían estar resueltos para siempre. Salvo las libertades públicas, nuestro país sigue en la desgracia de tener un Poder Judicial de donde fluyen todas las otras desgracias. No podemos afirmar con propiedad que vivimos en democracia con una dictadura judicial corrupta. No es suficiente que tengamos la libertad de denunciarla. Necesitamos tener la capacidad y la fuerza para derribarla con los instrumentos que la misma democracia nos permite usarlos.

De todos modos, hemos llegado a 29 años sin estado de sitio, sin leyes que reprimen a la oposición y con una saludable libertad de expresión.

alcibiades@abc.com.py

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