Tortura

El último informe del Mecanismo Nacional de Prevención de la Tortura de nuestro país destaca que en el Paraguay se sigue torturando impunemente y aparecen como lugares comunes de ejecución de estos crímenes las comisarias y las cárceles, lo que demuestra que el problema figura formalmente en la agenda gubernamental pero sin la relevancia necesaria para tratar seriamente de ponerle fin.

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Si en la era democrática se sigue torturando, tal como ha sucedido en la dictadura, es necesario detenernos un momento a buscar las causas de esto que contradice la legitimidad del régimen político vigente, salvo que continuemos aferrados al argumento de “no es mi problema” en materia de derechos humanos, de lo cual se prenden policías y carceleros para transgredir el principio universal de respeto irrestricto a la persona, cualquiera sea su condición y cualquiera la jerarquía y atribuciones del que tortura.

En el pasado, los regímenes dictatoriales utilizaban mecanismos torpes para torturar, y debido a ello las víctimas podían exhibir huellas de la barbarie; inclusive muchas de ellas quedaban con secuelas para el resto de sus vidas, y no pocas personas soportaron los tormentos a que fueron sometidos y fallecieron. Ahora se la practica de manera refinada y quedan pocos rastros para la investigación.

Excepto en las “cárceles” del narcotráfico, donde se mutilan los cuerpos antes de las ejecuciones ejemplares, los profesionales de la tortura utilizan actualmente procedimientos que igualmente producen efectos terroríficos en las víctimas, pero ya sin las huellas “comprometedoras”. Ya no martillan los testículos, tampoco hacen tragar excrementos en las piletas ni usan las picanas eléctricas.

El informe de Verdad y Justicia registró el testimonio de casi 19.000 víctimas de torturas durante la dictadura stronista, pero es casi seguro que no todas se presentaron a denunciar, por lo que la cantidad habrá sido mucho más. Para la sociedad, al parecer, esa historia de terror terminó con la caída de la dictadura, pero la mala noticia es que no. Ya no se tortura por razones políticas, pero todavía hay torturados, y lo peor, por quienes llevan uniforme estatal.

Sabemos que el índice de delincuencia aumentó desde el advenimiento de la democracia y que la vigilancia sobre el respeto a los derechos humanos incomoda a los organismos de seguridad para el cumplimiento de sus atribuciones de velar por la ley, pero mantener el mecanismo de la violencia como procedimiento de investigación y confesión es un factor retardatario de la vigencia del Estado de derecho, que ante el menor descuido puede repercutir en la seguridad ciudadana, incluso de aquellos cómodamente refugiados en la postura de “no es mi problema”.

La tortura se anida en lo más profundo de la mentalidad autoritaria de las personas y, en consecuencia, puede suceder tanto en el ámbito privado como en el público, pero lo grave es cuando quienes la ejecutan son agentes estatales, generalmente investidos de autoridad precisamente para garantizar seguridad a las personas, que pueden estar detenidas y ser reincidentes. Doblemente grave es cuando el crimen es denunciado, no se le acompaña con un debido proceso y termina en la más absoluta impunidad, casi siempre con el argumento de “es la palabra de un delincuente contra la palabra de un custodio de la ley”.

Aunque seguí todas las audiencias a que fueron sometidos los candidatos a integrar la Corte Suprema de Justicia, no recuerdo que alguien en particular haya mencionado la tortura como un problema, por lo que me parece que el recientemente designado por el Senado, Dr. Linneo Ynsfrán, tiene la brillante oportunidad de dejar plantada la frase Nunca Más en todas las comisarías y cárceles del país, y que, además, se ocupe de revisar el caso emblemático de tortura que envuelve a uno de los exministros del Interior, acusado de tortura, que ya lleva 14 años sin sentencia alguna. Tuichaite ñanembopiro’y va’erã.

ebritez@abc.com.py

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