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García Márquez detestaba las apariciones en público. Se le conocen muy pocas entrevistas. Decía que no estaba preparado para el éxito ni para convertirse en hombre espectáculo.
Se comparaba con los escaladores de montaña, que se matan por llegar a la cumbre y luego bajan o tratan de hacerlo discretamente, con la mayor dignidad posible.
En sus conversaciones con el también afamado escritor, periodista y diplomático colombiano Plinio Apuleyo Mendoza, que resumimos en este espacio en su homenaje, el literato admite que empezó a escribir “solo para demostrarle a un amigo que mi generación era capaz de producir escritores. Después caí en la trampa de seguir escribiendo por gusto y luego en la otra trampa de que nada me gustaba más en el mundo que escribir...”.
Confesaba que el punto de partida de sus obras tenía origen en una imagen visual.
En “El coronel no tiene quien le escriba”, la imagen era de un hombre esperando con angustia una lancha en el mercado de Barranquilla.
“La esperaba con una especie de silenciosa zozobra. Años después yo me encontré en París esperando una carta, quizás un giro, con la misma angustia, y me identifiqué con el recuerdo de aquel hombre”.
–¿Y la imagen para Cien Años de Soledad?
–Un viejo que lleva a un niño a conocer el hielo exhibido como curiosidad de circo (...). Recuerdo que siendo muy niño, en Aracataca, donde vivíamos, mi abuelo me llevó a conocer un dromedario (camello) en el circo. Otro día, cuando le dije que no había visto el hielo, me llevó a la compañía bananera. Ordenó abrir una caja de pargos (peces de mar comestibles) congelados y me hizo meter la mano. De esa imagen parte todo “Cien años de soledad”.
–Se asociaron dos recuerdos en la primera frase del libro. ¿Cómo dice exactamente?
–“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo...”.
–¿Cuánto tiempo lleva escribir una novela?
–Escribirla en sí es un proceso más bien rápido. En menos de dos años escribí “Cien años de Soledad”. Pero antes de sentarme a la máquina duré 15 o 17 años pensando en ese libro.
–¿Fue ella (su abuela) la que le permitió descubrir que iba a ser escritor?
–No. Fue (el escritor checo Franz) Kafka, que contaba las cosas de la misma manera que mi abuela. Cuando yo leí a los 17 años “La Metamorfosis”, descubrí que iba a ser escritor. Al ver que Gregorio Samsa (el personaje) podía despertarse una mañana convertido en un gigantesco escarabajo, me dije: “No sabía que esto era posible hacerlo. Si es así, escribir me interesa”.
–¿Por la libertad de poder inventar las cosas?
–Comprendí que existían en la literatura otras posibilidades que las racionalistas y muy académicas que había conocido hasta entonces en los manuales del liceo. Era como despojarse de un cinturón de castidad. Con el tiempo descubrí, no obstante, que uno no puede inventar o imaginar lo que le da la gana, porque corre el riesgo de decir mentiras, y las mentiras son más graves en la literatura que en la vida real. Dentro de la mayor arbitrariedad aparente hay leyes. Uno puede quitarse la hoja de parra racionalista, a condición de no caer en el caos, en el irracionalismo.
–¿En la fantasía?
–Sí. La imaginación no es sino un instrumento de elaboración de la realidad. Pero la fuente de creación al fin y al cabo es siempre la realidad...
–¿La inspiración existe?
–Es una palabra desprestigiada por los románticos (...). Cuando se quiere escribir algo, se establece una especie de tensión recíproca entre uno y el tema, de modo que uno atiza el tema y el tema lo atiza a uno. Hay un momento en que todos los obstáculo se derrumban, todos los conflictos se apartan y a uno se le ocurren cosas que no había soñado, y entonces no hay en la vida nada mejor que escribir. Eso es lo que yo llamaría inspiración.
–¿Por qué impugna la famosa literatura comprometida que tantos estragos causó en América Latina?
–Quiero que el mundo sea socialista (...), pero tengo muchas reservas sobre lo que entre nosotros se dio en llamar literatura comprometida, o más exactamente la novela social, que es el punto culminante de esta literatura, porque me parece que su visión limitada del mundo y de la vida no ha servido, políticamente hablando, de nada. Lejos de apresurar un proceso de toma de conciencia, lo demora. Los latinoamericanos esperan de una novela algo más que la revelación de opresiones e injusticias que conocen de sobra. Muchos amigos militantes que se sienten con frecuencia obligados a dictar normas a los escritores sobre lo que se debe o no se debe escribir asumen, quizá sin darse cuenta, una posición reaccionaria en la medida en que están imponiéndoles restricciones a la libertad de creación. Pienso que una novela de amor es tan válida como cualquier otra. En realidad, el deber de un escritor y el deber revolucionario, si se quiere, es escribir bien.
–La novela descriptiva del típico dictador: El otoño del patriarca...
–Duvalier fue el que hizo matar a los perros negros en Haití, porque uno de sus enemigos, para no ser detenido y asesinado, se había convertido en perro negro.
–¿No fue el Dr. Francia del Paraguay el que ordenó que todo hombre mayor de 21 años debía casarse?
–Sí, y cerró su país como si fuera una casa y solo dejó abierta una ventana para que entrara el correo. El doctor Francia era muy extraño. Tuvo tanto prestigio como filósofo que mereció un estudio de (el escritor británico Thomas) Carlyle (1795-1881).
–¿Era teósofo?
–No, el teósofo era Maximiliano Hernández Martínez (exdictador), de El Salvador (1931-1944), que hizo forrar con papel rojo todo el alumbrado público del país para combatir una epidemia de sarampión. Inventó un péndulo que ponía sobre los alimentos antes de comer, para saber si no estaban envenenados...
–¿Y Juan Vicente Gómez, en Venezuela?
–(El dictador) Gómez (1905-1935) tenía una intuición tan extraordinaria que más parecía una facultad de adivinación.
–¿No tenía a Gómez en mente cuando escribió El Otoño del Patriarca?
–Mi intención fue siempre la de hacer una síntesis de todos los dictadores latinoamericanos, pero en especial del Caribe. Pero la personalidad de Gómez era tan imponente, y además ejercía sobre mí una fascinación tan intensa, que sin duda el patriarca tiene de él mucho más que de cualquier otro...
–Algunos sostienen que el dictador de El Otoño es una mezcla de Gómez, Somoza (Nicaragua) y Trujillo (Dominicana).
–Más que especulaciones de los críticos, me dejó atónito y feliz lo que me dijo mi gran amigo, el general Omar Torrijos, 48 horas antes de morir. “Tu mejor libro es El otoño del patriarca. Todos somos así como tú dices”.
–Por una curiosa coincidencia, casi al mismo tiempo aparecieron otras novelas sobre el mismo tema: “El recurso del método”, de Alejo Carpentier; “Yo el Supremo”, de Roa Bastos; “Oficio de difuntos”, de Arturo Uslar Pietri...
–No creo que sea un interés repentino. El tema ha sido una constante de la literatura latinoamericana desde sus orígenes, y supongo que lo seguirá siendo. El dictador es el único personaje mitológico que ha producido América Latina y su ciclo histórico está lejos de concluir (...). El poder absoluto es la realización más compleja del ser humano. Resume a la vez toda su grandeza y toda su miseria. Lord Acton ha dicho que “el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente”. Es tema apasionante para un escritor.
–¿Hay obras o autores que le enseñaron algo (de los dictadores)?
–Me enseñó mucho Edipo Rey. Y aprendí bastante de Plutarco y de Suetonio, y en general de los biógrafos de Julio César, personaje que no solo me fascina sino que habría sido el que yo hubiese deseado crear en la literatura. Como no fue posible, tuve que contentarme con fabricar un dictador con los retazos de todos los dictadores que hemos tenido en América Latina.
–¿Cuál era su punto de vista sobre las llamadas democracias populares?
–El pensamiento central de esos artículos es que en las llamadas democracias populares no había socialismo auténtico ni lo habría nunca por ese camino, porque el sistema imperante no estaba fundado sobre las condiciones propias de cada país. Era un sistema impuesto desde fuera por la Unión Soviética mediante partidos comunistas locales dogmáticos y sin imaginación, a los cuales no se les ocurría nada más que meter a la fuerza el esquema soviético en una realidad donde no cabía.
–Trabajó en la agencia cubana Prensa Latina. Renunció cuando el partido Comunista tomó el control de muchos organismos de la Revolución. ¿Aquella decisión fue correcta?
–Creo que nuestra decisión en Prensa Latina fue correcta. De habernos quedado allí, con nuestro modo de pensar, habrían terminado por sacarnos por la tangente con algunos de los parches que los dogmáticos de entonces le pegaban a uno en la frente: contrarrevolucionarios, lacayos del imperialismo, y todo lo demás. Lo que yo hice fue marginarme en silencio mientras seguía escribiendo mis libros...
–Entre un capitalismo podrido y un “socialismo” también podrido, ¿no ve una tercera alternativa para nuestro continente?
–No creo en una tercera alternativa. Creo en muchas, y tal vez en casi tantas como países hay en nuestras Américas, incluidos los Estados Unidos. Tenemos que inventar soluciones nuestras, en las cuales se aprovechen hasta donde sea posible las que otros continentes han logrado a través de una historia larga y accidentada, pero sin tratar de copiarlas de un modo mecánico como hemos hecho hasta ahora...
–¿Cuál es el saldo de su lucha a favor de los derechos humanos (...), las gestiones que más satisfacciones le causaron?
–La que me causó una satisfacción más inmediata y emocionante, y además justa, fue antes de la victoria sandinista, cuando Tomás Borge me pidió pensar en algún argumento original para que su esposa y su hija de siete años pudieran salir de la Embajada de Colombia en Managua. El dictador Somoza les negaba el salvoconducto porque eran nada menos que la familia del último fundador sobreviviente del Frente Sandinista. Examinamos la situación durante varias horas. La niña había tenido alguna vez un problema de insuficiencia renal (...). Menos de 48 horas después, la madre y la niña estaban en México, gracias a un salvoconducto que se les había dado por motivos humanitarios y no políticos.
El más descorazonador de los casos fue mi contribución para liberar a dos banqueros ingleses que fueron secuestrados por los guerrilleros de El Salvador en 1979, Massie y Michael Chaterton. Los dos hombres iban a ser ejecutados 48 horas más tarde por falta de acuerdo. Torrijos me llamó a solicitud de las familias de los secuestrados para pedirme que hiciera algo para salvarlos. Transmití el mensaje a los guerrilleros a través de numerosos intermediarios. Yo me comprometía a lograr que las negociaciones del rescate se reanudaran de inmediato, y ellos aceptaron. Le pedí entonces a Graham Greene (el escritor inglés), quien vivía en Antibes (Francia), que hiciera el contacto con la parte inglesa. La negociación entre los guerrilleros y el banco duró cuatro meses. Cada vez que había un tropiezo, alguna de las dos partes se ponía en contacto conmigo para que se reanudaran las conversaciones. Los banqueros fueron liberados, pero ni Graham Greene ni yo recibimos nunca ninguna señal de gratitud. Al cabo de muchas reflexiones, solo se me ocurrió una explicación: Graham Greene y yo hicimos las cosas tan bien, que los ingleses debieron pensar que éramos cómplices de los guerrilleros.
–¿Qué tipo de gobierno desearía para su país?
–Cualquier gobierno que haga felices a los pobres.
Tímido y apocado, excepto al escribir
La prestigiosa Universidad de Georgetown, construida en las afueras de Washington en 1787 por los jesuitas con capital acumulado del comercio de la yerba mate paraguaya antes de ser expulsados dos décadas atrás, decidió organizar un homenaje rutilante a Gabriel García Márquez en ocasión del 30º aniversario de la publicación en Buenos Aires de Cien años de soledad, salto cualitativo que lo llevó eventualmente al Nobel de Literatura.
La barroca sala de conferencias estaba atiborrada de celebridades de entre quienes sobresalían la secretaria de Estado, Madeleine Albright, y el director de la Ópera local, Plácido Domingo, a más de una pléyade de senadores y congresistas, muchos de ellos de origen hispano-americano. El embajador Jorge Prieto Conti me otorgó el privilegio de ocupar el asiento de la legación paraguaya, sabedor de mis inclinaciones literarias y pasado universitario. Era entonces consejero de embajada y el año anterior hice la metamorfosis de periodista a funcionario público, sin mirar para atrás. Entre mis nuevos colegas, citaba con frecuencia a José Martí, “yo he vivido en las entrañas del monstruo”. Al poco tiempo, decía lo mismo entre periodistas, con recepción mixta.
La sesión en Georgetown tuvo un inicio solemne y a partir de ahí una franca y veloz decadencia. El que ocupaba el lugar del Gabo en la mesa principal tenía aire familiar, parecido aunque más joven. Con los milagros de la cirugía plástica moderna, no era hazaña alguna lucir una década ganada. Pero el García Márquez presente estaba muy incómodo y no lo disimulaba. Los hermanos célebres extraen sacrificios indecibles.
Algunos embajadores europeos arrogantes quisieron retirarse de la sala, pero no le podían hacer el vacío a la propia secretaria de Estado, por lo que sus refunfuños fueron amortiguados hasta un silencio de fastidio. Pero un argentino salvó la plata. Y cómo.
Abrió el micrófono Tomás Eloy Martínez que en ese entonces enseñaba en la Universidad de Rutgers y con la facilidad que otorga la cátedra en el manejo de la audiencia, dejó a esta entusiasmada y absorta. Contó que la editorial Siglo XXI le había pedido ser lector de la novela de un colombiano desconocido y juzgar si le parecía digno de publicar.
Se trataba de una única copia mecanografiada en páginas de distinto tamaño y color, la mayoría de las cuales tenía manchas de aceite que dificultaban la lectura. Para más, la editorial había enviado el borrador envuelto apenas por una goma y como Martínez no estaba en su departamento, el mensajero la había depositado en el umbral sin mayores trámites.
Una torrencial lluvia había inundado el vestíbulo y el compañero de cuarto de Tomás Eloy creyendo que este manojo de papeles estaba destinado al basurero, usó algunos capítulos para evitar mojarse los zapatos. Era obvio que la prosperidad no abundaba ni en la literatura o el periodismo. Martínez cultivaba ambos.
Salvadas las páginas del diluvio, Siglo XXI es avisada que se trata de una obra maestra, a publicarse sin demoras para que otra no la secuestre y se adelante. Tomás Eloy ignoraba que la obra había sido rechazada de México a Madrid y Buenos Aires era como Cristo, su única esperanza.
Antes de dar el sí definitivo, Siglo XXI propicia la visita del escritor en persona. “Lo que vino fue una arremetida de tropicalidad. La vestimenta era tan colorinche y chillona que no hubo necesidad de requerirle que se identifique”, dijo Tomás Eloy en Georgetown y en la recepción posterior confesó que al verle el atuendo, un ejecutivo porteño de la editorial quiso dar marcha atrás con la publicación.
Gabo, nos enteramos después, había venido con la mejor predisposición a participar del homenaje, pero antes de entrar preguntó quiénes estarían y cuando se informó de que la audiencia era una galaxia de estrellas, su modestia lo venció y salió pitando hacia una clase de freshmen de literatura (alumnos de primer año) con quienes departió a gusto.
Lo mejor de la velada fue que su hermano ni siquiera pretendió hablar por él ni contar cómo era en la casa paterna. La suya era una poquedad con clase. Georgetown le debe un doctorado post mortem a Tomás Eloy Martínez.
Ricardo Caballero Aquino
(columnista invitado)
holazar@abc.com.py