Damiana, 100 años de amor y coquetería

Hoy, a 19 días de haber cumplido 100 años, Damiana Viera Vda. de Ruiz se siente fuerte. Oye y ve bien, y conversa con lucidez asombrosa. Deja notar su temperamento firme y coquetería en las joyas que luce, como anillos de oro, aros, pulsera y collar de perlas.

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Damiana, sentada en el comedor de su hijo, Gustavo, y vestida elegantemente, aguardaba la entrevista. No peina tantas canas, porque es muy coqueta. Deja ver su vanidad en los anillos, aros y pulsera de perlas que luce. Sigue viviendo en la casa que compartía con su esposo y en la que crio a sus cinco hijos. “Allí, no molesto a nadie. Me levanto cuando quiero y me acuesto cuando siento ganas; tengo mi tele, estoy cómoda así”, dice muy seria.

Quién diría que ostenta 100 años. No hay gripe, presión alta, quiste, azúcar en la sangre, derrame, dengue simple o rompehuesos, o cualquier otra afección que ella no haya superado. “A todas ellas enfrentó y salió robustecida en cada caso”, cuenta orgulloso el menor de sus hijos, Gustavo.

Damiana nació el 23 de febrero de 1916, a las cuatro de la tarde, en Acahay, departamento de Paraguarí. Fue la última hija del matrimonio conformado por Dominga de la Cruz León y Fermín Viera. Aprendió de sus padres que lo más importante era comportarse de una manera razonable, saber lo que vale de verdad, y tener un comportamiento riguroso y bueno.

La vida en el campo –si bien fue ardua, como era característico de esos tiempos– fue relativamente tranquila para ella. Aunque por la necesidad propia de buscar nuevos horizontes, sus hermanos mayores decidieron emigrar a Asunción. Fue así que dos o tres años antes de la Guerra del Chaco (1932-1935), su madre, Dominga, y ella se trasladaron a Asunción, y su hermano, Francisco, quedó al cuidado, durante un tiempo más, de la casa familiar y el campo que poseían.

La vida en Asunción era muy distinta. Asentados, primeramente, sobre la calle Estados Unidos casi Sebastián Gaboto y, posteriormente, sobre Cerro Corá entre Estados Unidos y Brasil. Es en esta dirección en la que conoce al joven Blas Amílcar Ruiz Mersán. Mientras este frecuentaba un taller mecánico próximo a su casa, ella asistía a las clases de corte y confección.

Cuenta Damiana que todo empezó cuando Blas Amílcar –cuatro años mayor que ella y para entonces oficial de Reserva– se disponía a partir a la guerra. La despedida, en principio informal, terminó con un beso de Damiana en la mejilla, y el pobre hombre quedó desde ese momento como “hechizado”. Ella recuerda entre risas ese hecho y señala con el dedo índice la mejilla, como evocando aquel momento.

Los efectos del beso no se hicieron esperar y, ya durante el viaje por barco hasta Puerto Casado, el joven oficial se las ingenió para escribirle y hacerle llegar la primera carta; fue el principio de una hermosa historia de amor. En 1939, luego del sencillo, pero solemne acto de cambio de anillos, empezó la construcción de la que es hasta hoy la casa familiar de los Ruiz-Viera, ubicada en los límites del barrio Jara y Las Mercedes.

Y el “sí quiero” se dio un 28 de diciembre de 1940, en la iglesia Virgen de las Mercedes. Ella también fue parte de la Guerra del Chaco, aunque dice que recuerda muy poco del hecho, porque no salía casi de la casa. “Yo era muy sujeta”, dice. “No era luego de esas que tenía amiga kuéra y salía a la siesta”, agrega seria.

Sus cuatro hermanos fueron a la contienda. “Por suerte, volvieron todos”, dice Damiana. Eran tiempos difíciles, el Paraguay también se resentía por los efectos de la Segunda Guerra Mundial y, en forma más directa, por la política impuesta por el Gobierno militar de Higinio Morínigo. Si bien a Blas Amílcar le unía un vínculo de parentesco con la esposa del entonces presidente de la República, Damiana recuerda que nunca hizo alarde de ello o solicitó un favor del gobernante, haciendo gala, tal vez, de algo que siempre lo distinguió: su integridad, honradez y, por sobre todo, decencia.

El 24 de abril de 1947, ya en plena revolución, llegó el hijo varón tan, pero tan esperado, y al que pusieron por nombre Miguel Ángel Alejandro “Chonguito”. En ese entonces, según reseña de sus hijos, la familia estaba constituida, además, por tres hijas.

La llegada del hijo a la familia casi le cuesta la vida al padre. “Era de noche y no se podía salir por la revolución, pero mi marido salió a buscar a la partera. El vigilante, ubicado sobre la vía férrea y próxima a la comisaría de la calle Gral. Santos, no reconoció el santo y seña de mi marido, y descargó unos tiros de fusil, que por gracia de Dios no le acertaron”, cuenta. Y agrega: “Cuando escuché el tiro, grité: ´Mataron a Pilote´. Por bendición de toda la familia, eso no ocurrió y volvió con la partera. Mi hijo nació sin problemas”.

Recorriendo su historia, sabemos que trabajaba en la confección, ayudando a sus hermanos en la sastrería o por cuenta propia, generando los ingresos necesarios para complementar los de su marido y así cubrir las numerosas necesidades de la familia. Todo transcurría normalmente, los niños se hacían grandes, iban al colegio... y Damiana sintió una molestia, una pequeña molestia que, con los meses, pasó a llamarse Gustavo Víctor Miguel. “Tenía 45 años y mi marido, 50. Todos mis hijos nacieron en mi casa, él fue el único que lo hizo en el IPS de la calle Brasil”, confiesa.

Como anécdota, los hijos recuerdan que una de la hermanas estaba “algo” enojada. Le preocupaba que la gente y, muy especialmente, algún eventual pretendiente no se creyesen la historia del hermanito.

En fin. Las chicas se hicieron de novios. Vinieron los casamientos, llegaron los nietos y la familia se agrandó. Tiempos hermosos en la década del 60. Los 70 estuvieron marcados por el deterioro de la salud de su marido y, en junio de 1987, don Blas Amílcar, de 75 años, dejó viuda a Damiana, luego de 47 años de matrimonio. Su férrea voluntad de superar los obstáculos, sobreponerse a la adversidad y saber que la vida continúa le dieron fuerzas para continuar. Se convirtió en la “reina madre”. Se constituyó, con el paso de los años, en más que una madre, abuela o tía. Su sabiduría, sentido común y lucidez, hoy, a los 100 años, resultan sorprendentes para muchos. Es una persona que en cada momento regala una lección de vida, incluso para aquellos que creen haberlo visto todo, saberlo todo y parecen no necesitar de nadie. ¿Cómo es la vida a los 100 años? Para ella, maravillosa. Rodeada y cuidada por sus seres queridos... Sus hijos, al retratarla, dicen: “Si no fuera por el inexorable paso del tiempo y sus secuelas en la vida, de la que solo Dios es el dueño, diríamos que mamá estará a nuestro lado por siempre regalándonos lo mejor de ella”.

Por Nancy Duré Cáceres ndure@abc.com.py

Fotos ABC Color/Gustavo Báez/Gentileza.

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