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Piezas de museos

Un utensilio muy utilizado hasta hace unos años –aún hoy puede verse en algunas oficinas públicas y privadas– es la máquina de escribir. Sus tableteos, hoy en día, son muy raros de escuchar. En las redacciones de los periódicos era el pan de cada día y todo el día. Actualmente, solo los veteranos retienen en algún aposento de sus memorias lo que era aquello, especialmente en las horas de cierre de las ediciones.

La historia de las máquinas de escribir arranca hace cerca de tres siglos. Los primeros intentos por fabricar una que posibilitara la escritura mecánica datan de 1714, cuando el inglés Henry Mill obtuvo una patente para una máquina de escribir que, en la práctica, resultó inviable. Poco más de un siglo después, en 1823, el ingeniero forestal Friedrich barón Drais von Sauerbronn inventó la primera máquina de escribir de cuatro palancas portatipos, a la que llamó “piano de escritura rápida”.

Años después, en 1829, el americano Austin Burth creó el tipógrafo, que, sin embargo, aún no disponía de mecanismo automático de avance del papel.

Pero fue en 1874 que se comenzó a comercializar la primera máquina de escribir del mundo, fabricada en serie por la Remington Smal Arms Company. Esta se construyó de acuerdo a una patente de los estadounidenses Christopher Latham Sholes y Carlos Glidden, que data de 1867, y a la que, tiempo después, se le aplicó la innovación del ingeniero italiano Ravizza (1855), de equiparla con cinta de color.

La máquina fabricada por la Remington, en la que las letras estaban dispuestas de acuerdo con la frecuencia de utilización, dio muy buenos resultados en las oficinas e hizo desaparecer el oficio de escribiente. Otras innovaciones adaptadas fueron el funcionamiento eléctrico, en 1902, pero comercializado en los años 20, y la memoria electrónica de texto, comercializada por la IBM en 1964.

Caminos del país

El 5 de octubre de 1942, en conmemoración del Día del Camino, el Gobierno del presidente Higinio Morínigo libró al servicio público numerosos caminos de la red vial del país, así como el muelle del puerto de Pilar.

Los tramos de rutas asfaltadas habilitados fueron: San Lorenzo-Itá, de 12 km; Yaguarón-Paraguarí, 13 km; Paraguarí-Carapeguá, 20 km; Carapeguá-Tabapy, 13,5 km, y los terraplenados Itá-Yaguarón, Tabapy, Quiindy (parcial, 6 km), Carapeguá-Acahay (parcial, 8 km).

También se habilitó oficialmente el asfaltado Asunción-Coronel Oviedo, de 3 km entre Guarambaré y Villa Italia, 2 km entre Guarambaré y Villeta, 7,5 km entre Asunción y Luque (camino viejo), entre otras vías.

De esa época datan la construcción de rutas terraplenadas entre Ypacaraí y San Bernardino, la construcción de la ruta 1 entre Coronel Bogado y Carmen del Paraná; la ruta San Pedro-Antequera, el ramal Encarnación-Hohenau; la ruta 4 Pilar-San Juan Bautista, uniendo Ñeembucú y Misiones; Concepción-Pedro Juan Caballero, Itacurubí-Santa Elena y Capiatá-Areguá.

Viejo lugar del recuerdo

En 1905 llegó al Paraguay un joven inmigrante español de 18 años llamado Gerónimo Perelló Alós (1887-1975). Luego de trabajar durante 10 años en la Argentina, Bolivia y Chile, llegó al Paraguay y trabajó con la familia Cañisá, en su célebre almacén del barrio asunceño de Santísima Trinidad, hasta 1924.

Aquel año fundó un local que pronto se ganó buen prestigio entre los capitalinos: el bar El Mosto, que estaba ubicado en la esquina de Palma y 15 de Agosto, donde actualmente está la tienda Unicentro. Años después, don Gerónimo Perelló Alós vendió su negocio a un señor de apellido Marín, quien trasladó el local de El Mosto a la esquina de Palma y Alberdi, donde funcionó hasta hace unas dos décadas.

Don Gerónimo –cuenta su hijo, don Damián Perelló– fue el promotor principal del famoso mosto de caña de azúcar y con leche, como también de los churros.

En 1927 abrió el bar Perelló, ubicado en la esquina de Colón e Ygatimí (actual Saltarín Rojo, frente al Cristo Rey). Si bien este negocio lo vendió en 1955, siguió llamándose Perelló y, entre los 40 y 50 del siglo pasado, era el punto obligado de reunión de los aficionados que salían del estadio de Sajonia o el cine Roma para tomar mosto o comer unos churros calientes.

Alimentos del vía crucis

Las últimas jornadas que tuvieron que soportar nuestros compatriotas rumbo al holocausto final de Cerro Corá fueron terribles.

Según un sobreviviente, aquellos desgraciados se alimentaban de lo poco que encontraban en los bosques: frutos, como naranja agria, yacaratiá, pacurí, pindó, cogollo tierno del yataí, el corazón del arbusto llamado amambay. Este último y la piña del yvira habían que sancocharlos para comerlos, porque crudos pican mucho, hasta hacer sangrar la boca del que los consumía.

surucua@abc.com.py

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