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La moda no incomoda

La moda femenina cotidiana y actual es desenfadada y, primordialmente, cómoda, sin mayores afeites ni artilugios. Pero, décadas atrás, y hasta bien entrado el siglo XX, no lo era así. Una serie de arropamientos daban forma al cuerpo de nuestras abuelas, cuando jóvenes: camisas, calzones, corsé, enaguas, miriñaques y quién sabe qué cosas más torturaban a la mujer de un siglo atrás, a lo largo de tres estaciones anuales. En invierno se sumaba el bolero, una especie de camiseta en punto de lana, adornada con puntillos y bordados hechos a mano en la mayoría de los casos.

La culminación de la primera Guerra Mundial significó el alivianamiento de tanta ropería femenina. La ropa interior se simplificó, aunque continuó el uso del camisón, que luego se transformó en la camisa-calzón, confeccionado en seda natural o batista, linón de hilo o algodón con encajes aplicados a mano. Estos tejidos, en invierno eran reemplazados por franela, bombasí o jersey de lana.

Otro elemento de tortura que conformaba el vestuario femenino era la faja y el corsé para conseguir la cintura de avispa.

Los locos años 20 liberaron a la mujer de tanta paquetería. Calzones, corsés y miriñaques fueron descartados, la cintura se situó más arriba de su lugar natural, y la flojedad y comodidad fueron ganando terreno en la anatomía femenina. A medida que avanzaba la década de los 20 y la incursión de nuevos sonidos y danzas, como el charlestón, la cintura fue bajando yendo a parar sobre las caderas y las faldas ganaron alturas: subieron hasta las rodillas o un poquito debajo. Marcados por ruedos desparejos con godets, flecos o sobrepolleras de graciosa caída. Ah, y Cocó Chanel había decretado la muerte del corsé, se simplificaron las enaguas o, simplemente, se dejaron de usar. Los culotes de las mujeres de principios del siglo XX fueron reemplazados por bombachitas y corpiños que tendían a aplanar la silueta femenina. A partir de los 50, los soutien recuperaron su objetivo de hacer más sexys a las mujeres, resaltando el busto mediante rellenos y armazones... Todavía no había llegado la época de los implantes de silicona. Con el transcurso de los años hubo momentos en que los corpiños llegaron a desaparecer, aunque no del todo.

Centenario

Hoy se cumple un siglo del fallecimiento de Enrique Solano López Lynch, exintendente de la ciudad de Asunción. Había nacido el 2 de octubre 1859, hijo de Alicia Lynch y Francisco Solano López. Vivió la tragedia de la Guerra de la Triple Alianza y, luego de la contienda acompañó a su madre a Francia, donde estudió y adquirió una sólida formación cultural.

Luego de la muerte de su madre regresó al Paraguay, en 1893, y fue el principal reivindicador de la memoria de su padre, junto con O’Leary, Pane y Goicoechea Menéndez, desde las páginas de La Patria, periódico fundado y dirigido por él.

Se dedicó a la docencia, la cátedra universitaria y la política en filas del Partido Colorado. Ocupó importantes cargos, como el de superintendente de Instrucción Pública, director general de Estadísticas. En 1912, entre 13 de marzo al 31 de marzo, ocupó brevemente la intendencia municipal de Asunción. Fue también ministro de Estado y parlamentario. Ocupaba un escaño en el Senado cuando falleció, el 19 de noviembre de 1917.

El diseñador de Itaipú

El equipo que diseñó y participó de la construcción de la represa Itaipú fue liderado por el ingeniero alemán Paul Folberth (nacido en Transilvania, en 1926). De dicho equipo participaron numerosos profesionales venidos de muchos países. El ingeniero Folberth también inventó un sistema de exclusas para la ampliación del canal de Panamá.

Los mascarones de Asunción

Festivos unos; huraños, otros. Los más, impasibles, misteriosos. Desafían el paso del tiempo con la filosófica contemplación de la cotidianeidad ciudadana. Son los mascarones que adornan las fachadas asunceñas, vestigios de un arte desaparecido que para descubrirlos, se necesitan tiempo y paciencia. No se dejan ver sino a privilegiados, iniciados de la exclusiva cofradía de los buscadores de tesoros perdidos... o escondidos.

Su silente presencia en las fachadas de las casas de Asunción requiere la mirada escrutadora para ser vistos. Su “discreción” los hace poco menos que inapreciables. Pero están allí, algunos riéndose de todo. O malhumorados otros, por ver pasar su “vida” a la intemperie. O impasibles –ni fu, ni fa–, la mayoría.

Los mascarones son, definitivamente, representantes de un arte olvidado, de un arte que propiciaba la individualidad, de un arte diferencial, que abominaba la uniformidad.

Muchos están en buen estado. Otros mutilados. Algunos, con tantas pinceladas de cal y pintura que apenas dejan ver sus contornos. Y hay para todos los gustos. Desde fieros leones y felinos a serenas mujeres de cabellos rizados. De apacibles mancebos tocados con gorros frigios a malhumorados hombres de mostachos asomados sobre foliáceas y barrocas ondulaciones.

También hay candorosos ángeles y perversos demonios de boca flamígera, y águilas, atlantes y ninfas de lujuriosos desnudos.

Los mascarones de la ciudad constituyen, pues, muestras de un arte monumental, dignos de mejor suerte.

Los mascarones que adornan varias fachadas son parte inseparable de la arquitectura de la ciudad. Son testimonios de un arte olvidado.

surucua@abc.com.py

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