Esencia de la Pasión

El huerto de Getsemaní es hoy una cuidada superficie de 1200 m². Situado al este del valle del Cedrón, con el Monte de los Olivos a su espalda y las murallas de la ciudad vieja de Jerusalén al frente, en él tuvo lugar uno de los acontecimientos cumbre de la Pasión de Cristo y aún permanece esa esencia.

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Peregrino, diplomático y escritor curioso, el florentino Giorgio Gucci arribó una luminosa tarde de 1384 a Jerusalén, entonces bajo control sarraceno, tras un afanoso periplo por el Mediterráneo. Llegado a Roma en tiempos del desafío de John Wyclif, iniciador del movimiento protoprotestante y uno de los primeros autores en traducir la Vulgata a una lengua vernácula —en este caso, el alemán—, buscaba hallar en la ciudad santa respuestas a aquellos vientos de cambio que comenzaban a soplar en Europa.

Un palestino cuida el jardín

Maravillado por la santidad que en tierras de mamelucos percibió, un frondoso huerto cautivó su relato: narra que en Getsemaní se arrodilló, vencido por la densa sombra de unos olivos que, según le relató el guardián, 1300 años antes habían sido testigos del sufrimiento y la angustia del Señor. Más de siete siglos después, Emile, un palestino de rostro enjuto y manos callosas, cuida con mimo, cada mañana, el jardín en el que, de acuerdo con la tradición, sobreviven ocho de aquellos árboles que Gucci veneró y que estudios patrocinados por la Custodia Franciscana aseguran eran retoños en tiempo del Nazareno.

Sus troncos miden ahora tres metros de diámetro y sus olivas, maduradas bajo el seco calor del verano jerosolimitano, producen un aceite viscoso que los franciscanos —custodios desde 1681 del lugar en el que Jesús fue apresado— reparten por todos los monasterios que tienen en Tierra Santa.

El jardinero apenas habla, impávido ante el hormigueo constante de peregrinos que se acercan al vallado y fotografían, con devoción algunos, con curiosidad los muchos, el cuidado huerto que él barre y adecenta cada mañana.

Situado en una vaguada al este del valle del Cedrón, con el Monte de los Olivos a su espalda y las murallas de la ciudad vieja de frente, el huerto de Getsemaní que hoy visitan los émulos de Gucci es una cuidada superficie de 1200 m² que reposa junto a la llamada Basílica de la Agonía o Iglesia de las Naciones.

Poco queda de aquella serenidad que los evangelistas concedían al lugar en el que Jesús solía retirarse a orar. Ahora una almazara —el nombre proviene de la expresión aramea gat smane (prensa de aceite)— con una gruta, situadas ambas extramuros, se sitúan en la loma donde confluían los tres caminos a Betania.

Solo al caer la noche, cuando los grupos de peregrinos abandonan el lugar y la tenue luz del ocaso cae sobre las cúpulas doradas del Domo de la Roca y la iglesia de Santa María Magdalena, el paraje se envuelve en una suerte de mística similar a la que hubo de poseer hace dos milenios, cuando toda la ladera era un boscoso olivar.

Es entonces cuando la basílica adyacente, construida por el arquitecto italiano Antoni Barluzzi entre 1919 y 1924 sobre las ruinas de una basílica bizantina del siglo IV y una capilla cruzada abandonada en el siglo XIII, cobra todo su significado.

Financiada por una docena de países —de ahí su nombre de Iglesia de las Naciones— Barluzzi diseñó sus vidrieras en forma de cruz para que la luz apenas tamizara la oscuridad interior, la tintara de opalescente violeta y recreara el ambiente umbrío, rasgado por la luna llena, que la tradición relata.

El italiano se inspiró en la versión de Lucas 22 (39-46), quizá el relato más dramático y completo de los sucesos que supuestamente acaecieron aquel Jueves Santo en el que Jesús, sabedor de su destino, entregó su voluntad al padre.

Según el discípulo de Pablo de Tarso, tras cenar en el vecino cenáculo, Jesús y sus apóstoles cruzaron el valle del Cedrón para llegar a un jardín del Monte de los Olivos, donde este “se alejó a un tiro de piedra y comenzó a rezar” mientras el resto dormía, cautivo de la tentación.

La angustia le atrapó, sudó sangre y proclamó: “Señor, aparta de mí este cáliz, pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya”, después reprendió a quienes le acompañaban y les recordó que “el espíritu de la verdad está dispuesto, pero la carne es débil”.

A la tercera vez, se irguió y entonces dijo: “¡Basta, la hora ha llegado. He aquí que el hijo del hombre es entregado en manos de los pecadores!”.

La escena principal del relato de San Lucas domina hoy el ábside central de la Iglesia de las Naciones, un sereno mosaico de Pedro D’ Archiardi pagado por el comisionado húngaro en el que se recrea a Pedro, los dos hijos del Zebedeo y al Ángel que el evangelista dijo descendió para confortar a Jesús en su agonía.

A su derecha, en el ábside lateral, Mario Barberis utilizó la misma técnica para mostrar el beso de Judas, obra financiada por Irlanda.

En el frente, en la zona que separa el presbiterio de la nave central, una roca rodeada por una balaustrada en forma de corona de espinas, de hierro forjado y plata, con dos palomas moribundas en los extremos, domina el suelo bizantino y atrae lágrimas, oraciones y miradas.

Heredera de la “la roca de los apóstoles”, una tradición cruzada que guiaba por una serie de piedras señaladas en la vida de Jesús, aquellos que creen, consideran que fue sobre la que el Nazareno se arrodilló para encomendarse al padre.

Ninguna prueba más allá de la fe lo certifica, como tampoco existen evidencias de que la gruta que se interna en el monte, a la derecha de la iglesia, —conocida como la Tumba de María— fuera el lugar donde Judas dio el abrazo traidor que inició la pasión de Cristo.

Solo la tradición y los vestigios sostienen una devoción que santa Helena, la madre del emperador Constantino, construyó durante su peregrinación a los lugares santos de Palestina y Egipto entre los años 326 y 328.

A su paso, se construyó la Basílica de Getsemaní en el lugar que ella identificó como el huerto de la agonía, derrumbada por un terremoto en el siglo VIII.

Sobre sus cimientos, aún visibles en los costados de la actual iglesia, sobre el mosaico reconstruido por D’ Archiardi, respetando y protegiendo bajo cristal los restos originales, los cruzados levantaron una capilla dedicada al Salvador en el breve interregno en el que arrebataron la ciudad a Saladino.

Ocho siglos después, ya en manos de la Custodia Franciscana, aún a salvo de las hordas de peregrinos que la modernidad permite, jardineros como Emile cultivaban bajo sus olivos milenarios flores que servían para adornar el Santo Sepulcro.

La ciencia dice que ocho de ellos tienen al menos 2000 años. Un estudio del Consejo Nacional de Investigaciones Italiano, dirigido por el Antonio Cimano y Giovanni Gianfate, certificó que el epigeo de al menos tres de esos árboles son genéticamente iguales a restos de olivo de aquella época.

La fe garantiza que allí comenzó un viacrucis que llevó a Jesús a cruzar preso el valle del Cedrón, donde la historia sitúa los restos de Absalón, el hijo díscolo del rey David; la tumba de Santiago, primer obispo de Jerusalén, y la de Zacarías, padre del Bautista, y a ascender por la colina que aún hoy conduce a la puerta de los Leones, para someterse a la voluntad divina.


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