Un viaje en bicicleta hasta los confines de la educación

Contra el polvo, el barro, los rigores de temperaturas extremas y vientos intensos, los insectos, el machismo, las carencias más absolutas; en realidad, contra casi todo y solo las ganas a favor, los niños y niñas de las aldeas enxet, de Tte. Irala Fernández, van a clases. En un recorrido en bicicleta a lo largo de 68 km casi intransitables que ellos toman para ir a la escuela, una expedición ciclista conoció de su existencia y las tribulaciones que sufren para acceder a la educación.

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Es media tarde y a Fernando Marín, del Centro para el Desarrollo de la Inteligencia, le pasó casi lo peor que le podía haber sucedido en la picada chaqueña por la que circulaba en bicicleta. Se le pinchó la rueda y tiene que cambiarla lo más rápido posible. Aunque se puso repelente, un gorro y una capucha, está bajo ataque de unos mosquitos gigantescos que lo atacan impiadosos. Fernando cambiará la llanta y se irá cuanto antes de ahí. Él forma parte del grupo de expedicionarios en bicicleta que unas horas antes salió de la comunidad Armonía, a unos 380 km de Asunción, con la idea general de conocer y llamar la atención sobre la necesidad de que los niños de la zona no abandonen la educación.

¿Qué tienen que ver 20 locos en bicicleta y el eslogan de la expedición “Cero niños fuera de la escuela”? Poco y mucho, como se vería más tarde. El grupo —convocado por Unicef Paraguay y guiado por Rodrigo Jacks— era de lo más variopinto: una ingeniera, una abogada, un médico, un rugbista, un chef, un mecánico y algunos comunicadores acompañados por un equipo de documentación audiovisual, mecánicos de CycleSport y dos miembros del Centro de Entrenamiento Conjunto de Operaciones de Paz, listos para prestar socorro de ser necesario (por suerte, no lo fue).

La aventura de no saber

Antes de partir, algunos piensan todavía que será un recorrido más en bici, sazonado con las dificultades propias del Chaco. Una aventura más que contar. No saben que van a llorar, crear vínculos, pasarles la mano a decenas de enxet que los saludarán en cada parada; ver cómo es de verdad la miseria más absoluta, donde no hay agua, letrinas, energía eléctrica, medicamentos, y donde las tasas de repitencia y deserción eran, hasta hace poco, las más altas.

Este año, según los maestros, padres y madres del área El Estribo, la cosa cambió. Muchos adultos son sujetos del programa Tekoporã, que les otorga una asignación bimensual de G. 440.000. Uno de los requisitos para cobrar es que los hijos no abandonen la escuela. “Ahora, los alumnos no dejan por eso. Anda bien”, dice Marcial Romero López, profesor de la escuela 13.467 Santa Fe, de la aldea del mismo nombre. No muy lejos de allí, la directora de la escuela 13.696 San Carlos, Belén Paredes, opina también que el programa se ha vuelto muy importante, porque “exige mantener a los niños en la escuela”.

Pero las mujeres de las aldeas cuentan que, en realidad, hace ya tres meses el Gobierno no paga la asignación y no saben por cuánto tiempo podrán mantener la situación. Si no hay dinero, los padres buscan trabajo en las estancias y se llevan a sus hijos consigo, para garantizarles el alimento. Mientras dura esa ocupación, los niños abandonan los estudios, algunos definitivamente; otros vuelven, por eso no es raro encontrar adolescentes de 17 años cursando la Educación Escolar Básica, el máximo nivel al que la mayoría llegará.

Ir a clases, una carrera de obstáculos

Asistir a clases en alguna de las 10 aldeas de la zona es una carrera de obstáculos. Hay dificultades físicas, como los caminos destrozados que los ciclistas sortearon con esfuerzo –a pesar de que sus bicicletas de alta gama están preparadas para la aventura– y que los chicos recorren, en su mayoría, a pie o en bici. También hay obstáculos tan invisibles como rotundos. Por ejemplo, el temor de las madres a que sus hijas sean violadas en el recorrido a clases; o como la sed y el hambre, que soliviantan el ánimo de cualquiera con ganas de aprender.

Faltan letrinas y agua potable. En cinco de las aldeas no hay energía eléctrica. En octubre, cuando la tierra ya arde en esas latitudes, el ciclo lectivo debe terminar. Cuentan que puede llegar a hacer 52 ºC, y deben cerrar puertas y ventanas, porque el viento hace imposible las clases; el polvo se mete por todos lados. Es como estar en un horno, con todo cerrado, bajo techos de zinc y sin siquiera un ventilador.

“La situación en Irala Fernández es compleja y revela la necesidad de soluciones integrales. La falta de acceso a educación de calidad —por parte de niños y niñas de comunidades indígenas— es síntoma y causa de desigualdades estructurales. Síntoma, porque se hace casi imposible ir a la escuela con hambre o si no hay un lugar donde sentarse; o en el caso de las niñas, que a veces no pueden ir porque les queda muy lejos y sus familias temen por su seguridad, o no hay un lugar donde puedan asearse dignamente cuando llega la menstruación. Causa, porque la educación es una herramienta que empodera para salir de la pobreza y, sin ella, se ven condenados –como muchos compatriotas no indígenas– a trabajar en condiciones de explotación para percibir a cambio lo que solo puede llamarse miseria”, resume María José Rivas, abogada y expedicionaria.

Mejor educación, una lucha

Las aldeas visitadas en bicicleta forman parte del programa “Mejor educación, más calidad de vida”, que desarrolla Unicef en el distrito Irala Fernández, con participación local y apoyo de otras organizaciones. Los objetivos son tres: tener escuelas dignas, con maestros capacitados y familias comprometidas con la educación; que los niños puedan iniciar a tiempo la escuela, pasen de grado y aprendan cosas útiles e interesantes, con alegría; y que, al terminar el tercer ciclo y la secundaria, salgan preparados para trabajar, seguir estudiando y liderar un futuro mejor para su comunidad.

En estas aldeas, las radios comunitarias cumplen un papel vital. Los expedicionarios lo comprobarán. Muy poquito después de salir visitaron Aner Yamalha, la radio 90.3 “La voz de la comunidad” y un poco más adelante, en Santa Fe, la 89.9. En las dos se percibe el orgullo de los locutores. Nada de falsa modestia. En la segunda radio, el director y locutor Demetrio Rojas saluda al aire a la “comunidad internacional” y enumera varios países. Tiene razón, porque la emisora, además de tener un alcance de 130 km, está en internet y es muy escuchada en los teléfonos celulares. Gracias a ella, la comunidad se entera del paso del grupo, y sale a recibirlo y saludarlo en los caminos. Los enxet son políglotas: hablan su propia lengua (en sus diferentes variantes), castellano, guaraní y algunos hasta el alemán que aprendieron de los colonos vecinos. En la radio pueden hablar cualquiera de ellos.

En los caminos, los expedicionarios tuvieron que dominar el manubrio sobre la arena, el barro y las aguadas. Hubo quien se cayó y quien demostró destrezas de equilibrista. El tiempo nublado y la planicie del Chaco ayudaron a que el camino se recorriera más fácil. Pero los enemigos número uno, invencibles y despiadados, fueron los mosquitos. Su tamaño, patas incluidas, rondaba los 2 cm. Las capas de repelentes que se untaron y rociaron los ciclistas no les hacían ni cosquillas. En los peores momentos, a más de uno le costó conservar la calma bajo ataque. Salir del tramo más difícil, con las caras arreboladas y el corazón agitado, tendría su recompensa. Toda la comunidad de San Carlos los estaba esperando.

Ronda, ronda

En una ronda, de pie, los líderes de la comunidad; el intendente de Irala Fernández, Roque Ramón Zavala, y los técnicos de Unicef que trabajan en la zona comparten sus historias, inquietudes y logros con los expedicionarios. En segundo plano, como es costumbre en la zona, las mujeres y los niños observan atentamente. Un poco más allá se ve a los chicos rebeldes del grupo. Llevan el pelo decolorado con agua oxigenada, piercing en la cara y miran con desconfianza.

Los docentes y directores de escuelas cuentan que, como mucho, la mayoría de los alumnos podría llegar a terminar el 9.º grado si no abandonan la escuela, porque sus padres van a trabajar a una estancia o, simplemente, no encuentran en ella nada que les interese. No hay colegios secundarios en las aldeas. Para seguir estudiando, deben emigrar y pagar internados, sin apoyo de nadie. Gabriel Quintana, director de área de El Estribo, señala el absurdo de que, sin energía eléctrica ni computadoras, el Ministerio de Educación les exija presentar sus planillas “en forma informática”.

La directora Belén Paredes dice que niñas y niños acceden en igualdad de condiciones a la escuela, y que son los varones los que, generalmente, a los 12 o 13 años sienten que la escuela no los llena y la abandonan para ir a trabajar. Pero por lo bajo admite que cuando las niñas tienen la menstruación, faltan. Una semana al mes sin clases las pone en desventaja y afecta sus procesos. En esas comunidades, también, se da el fenómeno de los casamientos precoces. Hay niñas que se casan a los 12, 13 o 14 años. A pesar de ello, algunas siguen asistiendo a clases.

Para el intendente, sería muy importante que el Sistema Nacional de Promoción Profesional funcionara apropiadamente en la zona, en la que la mayoría vive gracias a las asignaciones de Tekoporã o depende de trabajos esporádicos en las estancias. Para sorpresa de muchos, cuando se les pregunta qué quisieran estudiar o consideran que les serviría más, responden administración.

Jugar

Los chicos no tienen voz en la ronda de los adultos. Casi todos son tímidos ante los extraños y bajan la mirada cuando alguien se dirige a ellos. “Jugar”, responde escuetamente Iván Paredes Jara (13), alumno del 6.º grado, cuando se le pregunta qué es lo que más le gusta de la escuela. Pero la timidez se disipa en cuanto Hugo Chávez, de la selección paraguaya de rugby, saca una pelota ovalada y pone a los chicos a correr. En pocos minutos aprenden los pases y ya están jugando con otros ciclistas.

La facilidad y las ganas de aprender de los enxet se pondrían de manifiesto varias veces a lo largo de ese día excepcional, en el que pasaron tantas cosas. “Nuestros antepasados eran analfabetos; algunos padres lo siguen siendo, pero la nueva generación ya es un poco diferente”, resume el director Quintana, con la esperanza puesta en que sea la educación la que saque adelante a la comunidad y la ayude a integrarse al mundo.

“Las expediciones sirven para abrir espacios en el conocimiento. Sin dudas, esta experiencia nos enseñó la ingenuidad que tenemos sobre situaciones que asumimos como alguna verdad. En el caso de los hermanos indígenas representa una soberbia de parte del citadino o el estudioso pretender que sabemos todo lo que ellos quieren, necesitan o a lo que aspiran. Fue un intercambio inolvidable y lo resumo en una frase: la ingenuidad del conocimiento”, dice Jacks, el coordinador de la expedición, ya en Asunción, unos días después de volver.

San Carlos. Ya está por oscurecer y, un rato después, las bicis volverán a rodar, rumbo a Loma Plata, para descansar después de vivencias físicas y emocionales tan intensas. Ninguno vuelve de esa experiencia igual que cuando llegó.

Nacer y morir en el suelo

El dispensario de salud de San Carlos es apenas una construcción con techo de chapas y paredes de adobe. Adentro hay unas sillas de escuela enclenques y unos frascos de medicamentos. Nada más. No hay una camilla ni un estante. Por no haber, no hay ni siquiera la visita esporádica de un médico o enfermero. Allí, el responsable de todo es Cirilo Benítez, promotor de salud de la comunidad hace muchos años.

En un cuaderno universitario, Cirilo tiene prolijamente anotado: “Las enfermedades que yo veo acá estos son: anemia, parásitos, neumonía, pulmonía, tuberculosis, gripe, sarna, infección de piel (sic)”. Él las enumera en voz alta; luego, levanta la vista y cuenta que hace poco murió de neumonía un bebé. Él no pudo hacer nada, porque no había nada para darle y su familia no tenía dinero ni manera de llevarlo a otro lado para que lo atendieran.

Después, invita a los expedicionarios en bici a visitar el dispensario. Muchos se conmueven al ver el lugar, con un piso rústico, en el que dan a luz las mujeres y al que llegan en busca de socorro los enfermos.

A pesar de todo, Cirilo conserva el sentido del humor. Al ver los pies embarrados de los expedicionarios, los señala y se ríe. “Tus zapatos”, les dice, parado en medio del polvo con mocasines impecables, pantalón de vestir y una campera con los puños raídos, pero inmaculada.

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