A propósito del arpa

De la vida de la extraordinaria poeta Safo de Lesbos se sabe poco y se sueña mucho. De su genio nos constan los asombros a lo largo de los siglos desde que nació y murió en su isla del Egeo entre el VII y el VI antes de nuestra era. Los nombres de los que la admiraron no serían más grandes si estuvieran grabados en letras de oro (Hölderlin, Leopardi –In che peccai bambina, allor che ignara / Di misfatto è la vita…–, John Donne, Catulo, Horacio, Baudelaire –De la mâle Sapho, l’amante et le poète, / Plus belle que Vénus par ses mornes pâleurs!–, Petrarca, Ovidio, Alceo, Ronsard, Byron, Dionisio de Halicarnaso; «bella», «la bella Safo», la llamó el ilustre Plutarco, «la de las palabras de fuego»; «maravillosa», la llamó Estrabón, «sin rival entre las mujeres», pues ninguna otra tenía un ápice de su genio. Platón dijo: «No existen nueve musas, porque Safo es la décima»; Solón leyó sus poemas y luego concluyó: «Ahora puedo morir»).

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 En los versos que han quedado tenemos la música, las ideas, el estilo de una obra sorprendente. No queda mucho, porque los cristianos que desnudaron, violaron y degollaron a Hipatia quemaron también, con la Biblioteca de Alejandría, casi toda la obra de Safo. Pero Safo no es el tema de este artículo. La cito porque la tradición le atribuye a Safo cuatro inventos: el pentámetro endecasílabo en cinco pies que llamamos «verso sáfico», la estrofa de tres versos sáficos y uno adónico que llamamos «estrofa sáfica», la púa para pulsar cuerdas llamada plectro, y el pektis, un tipo de arpa. Se sabe que la música y la poesía en Grecia estaban ligadas desde su concepción, como unidad. El pektis, como la lira, como la cítara, era uno de los cordófonos importantes en la vida musical –y poética– del mundo griego. Este brillante abolengo pagano no haría esperar que, en la Alta Edad Media, a ojos de los exégetas veterotestamentarios, el arpa, bendita por la historia de David tocándola en la corte del rey Saúl para calmarlo cuando lo tormentaba un espíritu maligno, se revelara idónea para alabar a Dios, y que los Padres de la Iglesia verían en ella, por su forma triangular, un símbolo trinitario. Isidoro de Sevilla comparó ese triángulo del bastidor del arpa con el corazón, y las (entonces) siete cuerdas con las siete virtudes teologales. Dante sabe de esta dimensión sacra del arpa cuando, en su Divina Comedia, la hace sonar en el Quinto Cielo: E come giga e arpa, in tempra tesa / Di molte corde, fa dolce tintinno / A tal da cui la nota non è intesa… (Paraíso, Canto XIV).

Quién diría que tras su devota presencia en la iconografía religiosa del Medioevo, el arpa tendría mala reputación. En su Lucifers Königreich und Seelenjaidt (Augsburgo, 1617) Aegidius Albertinus la pone en manos de músicos vagabundos que tocan en las tabernas. Un siglo después, esto empeora: campesinos de Bohemia de todo sexo y edad dejan sus hogares con el arpa a la espalda y se lanzan a recorrer Europa para huir del hambre. Tocan en mercados, ferias, tabernas, fiestas. Se los ve tocar hasta la madrugada, hasta que se cierran los locales, durante todo el siglo XIX, y persisten hasta principios del siglo XX. Los factores de su extinción pueden ser varios: más oferta de trabajo fijo, la invención del gramófono… Dos de los últimos ejemplares registrados fueron la arpista y cantante ciega Luise Nordmann (1829-1911), que sobrevivió llenando de música las noches de Berlín, y Agnes Schosnoski (1866-1939), que dejó el arpa hacia 1900 para ganarse la vida con una guitarra, por ser más fácil de llevar. Los músicos callejeros tocaban, claro está, también en lugares prósperos, como el balneario de Karlsbad. En una carta a su esposa Christiane fechada en Karlsbad el 23 de agosto de 1807, Goethe habla de una arpista vagabunda, y en su diario del 13 de septiembre de 1808 menciona a un arpista ambulante que animaba la sala de billar de una fonda de Neustadt en la que hizo un alto en su viaje a Jena.

Pero este giro profano no es tan radical; si bien el arpa fue símbolo trinitario y estuvo ligada al rey David en la iconografía románica y gótica, también tuvo en la cultura medieval una faz mundana, de atributo de la nobleza y de la vida cortesana, de la música y la danza de las cortes. El arpa en la literatura medieval es parte del mundo palaciego de los torneos y las fiestas. Hasta la transhumancia bohemia arriba descrita, si bien plebeya y movida por la necesidad, tiene un antecedente, aunque con frecuencia aristocrático, en el trovador; el poema trovadoresco es una canción, en muchos casos hecha para ser acompañada por el arpa.

Coincidiendo en esas postrimerías del siglo XVIII con el nomadismo bohemio, el Sturm und Drang asocia el arpa a bardos y cantos épicos , a veces apócrifos, como los poemas que el escocés James Macpherson atribuyó a Ossian y publicó entre 1760 y 1763; en esas embrujadas penumbras, el arpa cobra las connotaciones enigmáticas de un fabuloso pasado precristiano. A continuación, en el Romanticismo, el arpa, como motivo literario y pictórico, remitirá a lo misterioso del alma. Así en la Rima VII, una de las más musicales, por la eufonía tanto como por el tema, de Bécquer: Del salón en el ángulo oscuro, / de su dueña tal vez olvidada, / silenciosa y cubierta de polvo, / veíase el arpa.

Fue desde allí, desde España, que, mucho antes de los días de Bécquer, el arpa vino a América; varias crónicas mencionan que entre los que acompañaron en 1526 a Sebastián Gaboto en su viaje al Río de la Plata había un arpista, Martín Niño. Según el testimonio que nos ha llegado del misionero jesuita Matías Strobel, fue el padre Antonio Sepp, nacido en el Tirol en 1655, miembro de la compañía jesuítica desde 1674, llegado al Río de la Plata en 1691 y muerto en 1733 en la reducción jesuítica de Yapeyú, quien fabricó, ya con madera de árboles crecidos en esta tierra, el primer ejemplar de lo que conocemos como arpa paraguaya, en la mencionada reducción jesuítica (aunque Yapeyú hoy está en Argentina, y no en Paraguay; pero ese es otro asunto). Para esta arpa, que no se toca con las yemas de los dedos, sino con las uñas, se fue creando un repertorio propio, parte del cual entraría curiosamente, a mediados del pasado siglo XX, en la zona más universal de la cultura contemporánea con «On With the Show», del muy polémico LP Their Satanic Majesties Request, de The Rolling Stones, tema que de pronto cruza un arpa bellísima que interpreta la famosa polca «Guyra Campana», «El pájaro campana», de Félix Pérez Cardozo.

Desde luego, los habitantes originales del territorio que hoy se llama Paraguay no conocían el arpa, que ya está actualmente «institucionalizada» como símbolo nacional. Es normal; también los galeses consideran su símbolo a este instrumento, que en realidad probablemente sea del Oriente (hay restos de 3000 años de antigüedad de arpas mesopotámicas, e imágenes de arpas en monumentos egipcios del 2000 a.C.), de donde llegó a Grecia y se sumó a la cítara, la lira y los demás cordófonos citados al principio de este artículo, y de donde, como muchas otras cosas, llegó a toda Europa siguiendo las antiguas rutas del comercio. El arpa cifra en su aventura el libre vuelo del arte y las ideas, que cruzan, sin reconocer fronteras, el fecundo laberinto del tiempo y del espacio. El único cordófono que los habitantes originales de este territorio tenían era el arco musical. Del arco de cacería surgió el arco musical en la Edad de Piedra: el primer cordófono que existió. Hacia el año 15 000 antes de nuestra era, el arco musical aparecía la víspera de las cacerías para conjurar la buena suerte. En el sur de Francia, en las pinturas rupestres que animan las milenarias paredes de roca de las cuevas de Trois Frères, en sus mágicas, extrañas escenas embrujadas, los antiguos cazadores prosiguen sus oscuras danzas rituales con el arco musical entre las manos en la eterna e infinita noche prehistórica.

montserrat.alvarez@abc.com.py

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