Bibliotecas, el recinto sagrado y necesario

Yo recuerdo una biblioteca de mi infancia compuesta por libros religiosos que mi madre recibía periódicamente. Las revistas Atalaya y Despertad descansaban sobre un estante de madera de ébano.

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En el fondo de un ropero de luna se hallaban tres libros de Miguel Cervantes de Saavedra, uno de Lope de Vega, y todas las ediciones de la revista Selecciones. Pero también Fortunata y Jacinta, La Regenta, y las obras teatrales de Tirso de Molina y Calderón de la Barca estaban en algún sitio. Esa fue la pequeña biblioteca de mi lejana infancia.

El genial escritor y poeta argentino Jorge Luis Borges, leía desde niño. Hace más de seis años, escuché comentar a un entrevistador televisivo de España que el autor de El Aleph, tumbado boca abajo sobre su cama, se pasaba horas, largas horas leyendo libros. Libros, libros, libros.

¿Qué libros lee usted? 

¿Le interesa el libro Las aventuras de David Balfour, del gran Robert Stevenson? 

El buen lector, el gran lector, el escritor, al adentrarse en el flujo y reflujo de palabras y sentimientos de un libro, entra en una suerte de estado de gracia. Al cerrar el texto, ubicando el señalero en la página indicada, sigue hojeando con el ánimo alerta, las imágenes y las situaciones mágicas así como las metáforas planteadas por el escritor, antes de entregarse al sueño.

Leo bastante a Jorge Luis Borges, quien es para mi criterio un poeta armador de tramas. Un buen lector debe tener en su biblioteca textos como La cifra, Ficciones, El idioma de los argentinos e Inquisiciones.

Aquellos libros de autores anónimos, nombro dos, El lazarillo de Tormes, Cantar de Mío Cid, son, por su estilo exquisito, un estímulo para el lector escritor.

Los traductores 

Hay que tener en cuenta, en el momento de comprar un libro, qué traductores traemos a la casa. Yo conozco seis traductores de Las flores del mal, obra del poeta maldito Charles Baudelaire.

El conocido poema El albatros suena diferente y tiene, por su supuesto, un estilo distinto, en la traducción de cada uno de ellos.

Mark Twain es un clásico. El término clásico no es sinónimo de antiguo, ni mucho menos. Antiguos o inapropiados para cualquier época son –más bien– aquellos textos que no prenden entusiasmo en la mente y en el ánimo de los lectores pues fueron concebidos en un estado de pereza, de carencia de ideas, y responden al formato mental del hombre desentendido de su propia realidad.

Además, cuánto buen gusto, cuántas metáforas, cuánto tratamiento pormenorizado del pensamiento humano, hubo y hay en los llamados libros clásicos.

El mexicano Juan Rulfo es un escritor que recomiendo. Pedro Páramo es una obra mayúscula.

Gabriel García Márquez siempre nos deslumbra con Cien años de soledad.

Mario Vargas Llosa, Premio Nobel 2010, nos deleita con Pantaleón y las visitadoras.

El enorme novelista Augusto Roa Bastos, tanto como Hérib Campos Cervera y Josefina Plá, son los sólidos pilares de la literatura paraguaya.

Los escritores rusos siempre nos sorprenden. Cito a Fédor Dostoievski, León Tolstoi, Pushkin, Gógol, Chéjov, Nabókov.

Entre los argentinos hay autores predilectos: Julio Cortázar (¿por qué no leer y releer los recovecos literarios de ese mágico cuento Carta a una señorita en París?), Adolfo Bioy Casares, Manuel Mujica Laínez, Ernesto Sábato (pero no solo por su obra El Túnel, sino, fundamentalmente, por la excelencia artística encontrada en Sobre héroes y tumbas). Otro escritor argentino singular es Manuel Puig. ¿Cómo no seguir, en estado de iluminación anímica, El beso de la mujer araña, la historia apasionante de un guerrillero y un homosexual metidos dentro de una miserable celda? 

No se debe olvidar a los antepasados literarios: José Hernández y Ricardo Güiraldes.

La autora de Las invitadas, Silvina Ocampo, hermana de Victoria Ocampo, directora de la revista Sur, es una referente de la narrativa argentina.

Hay un libro que tengo por ahí y que me causó una viva impresión al leerlo: Mañana digo basta, de Silvina Bulrrich.

Prohibido olvidar a Roberto Arlt, con sus cuentos que tenían tantas gotas de perversidad y de extraña locura. Los críticos literarios encuentran relación entre su obra y las de Fedor Dostoievski. Hay un enlace psíquico, dicen.

El mejor poeta que dio los Estados Unidos es Walt Whitman. Incorporó la esencia del hombre norteamericano y el espíritu de una gran nación, Estados Unidos, en su obra que, hasta ahora, se lee y relee con franco placer: Hojas de hierba.

Henry James y Edgar Allan Poe, un hombre atormentado por sus demonios internos, autor de cuentos de inédito nivel literario, son autores de cabecera.

Recomiendo la colección completa de las obras de Edgar Allan Poe, de William Shakespeare, de Goethe, quienes por su lucidez poética y narrativa, constituyen la gloria del pasado literario. Pasear por sus páginas en una silenciosa biblioteca pública o en la sala de la propia casa, proporciona tanto placer.

Ernest Hemingway, con su obra Por quién doblan las campanas, todavía cautiva.

Truman Capote, con su magnífica novela A sangre fría, tiene una presencia fundamental (desnuda una realidad social) en cualquier colección de libros.

Los geniales poetas del Siglo de Oro de la poesía española son imprescindibles.

Leer no solo constituye una experiencia intelectual que proporciona una edificación mental para el lector, sino que forma una conciencia artística, tan necesaria en nuestro medio.

delfi24acosta@gmail.com

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