Carson McCullers: Corazón solitario

Este febrero que acaba de pasar nos trajo desde la mítica Dixieland los ecos de Harper Lee, fallecida el viernes 19 de ese mes, y de Carson McCullers, que ese mismo viernes hubiera cumplido años y de cuya obra, vida y personalidad nos habla hoy Claudia Pistilli.

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Lula Carson Smith nació en Columbus, Georgia, el 19 de febrero de 1917 y falleció en Nueva York el 29 de setiembre de 1969. Se casó muy joven con quien le daría el apellido literario, Reeves McCullers, y todo parecía encajar muy bien, dos jóvenes enamorados que solo deseaban escribir, pero pronto quedaría en evidencia que en la pareja había sólo un escritor con talento: ella. Y, como era de esperarse, todo aquello que resultaba encantador en la esposa, para el joven marido, que estaba lejos de ser el escritor que aspiraba a ser, pasó a ser odioso; por citar solo una de las cosas: Carson sería criticada por no dedicarse a mantener una casa brillante y cuidar del marido, así que las muchas horas que dedicó a su trabajo fueron sumando para hacer que el matrimonio llegara a su fin, pero, aun separados, nunca pudieron despegarse, se necesitaban de cierta forma, pero siempre lejos, sin esa convivencia que muchas veces arruina las relaciones. Así que la incompatible pareja terminó dejando, en unas cartas que Reeves escribió a Carson, un amor inquebrantable, aparentemente. Diría después, cuando le preguntaron si había sido feliz con Reeves: «Claro que tuvimos momentos felices, pero fueron precisamente esos momentos los que lo hicieron todo más difícil. Si Reeves hubiese sido un hombre enteramente malvado, habría sido un alivio para mí, pues habría podido dejarle sin librar tantos y tan duros combates».

Carson, antes que las teclas de la máquina de escribir, presionaba las de un piano que prometía hacerla una muy buena pianista; según contaban, de muy niña, sin haber tomado clases, un día se sentó ante el piano y tocó una melodía que había escuchado en una película. Pero su sueño de ser pianista pronto se esfumaría.

Se dedicó desde ese momento a ese otro amor que ya la envolvía, pero que también se vio marcado por constantes dolores físicos, tanto que escribir fue para ella ese doloroso proceso que no podía abandonar: «tanto en la enfermedad como en la salud pues, de hecho, mi salud depende casi completamente de mi posibilidad de escribir». Sufría de reumatismo articular crónico, no diagnosticado a tiempo, enfermedad que la llenó de frustraciones y la mutiló por dentro: «El dolor prácticamente jamás se apiada de mí».

Ambigua desde su masculino nombre, Carson también lo era por su forma de ser, que con facilidad conseguía tornarla insoportable para muchos y venerable para unos pocos. Intentó suicidarse y fue ingresada a un hospital psiquiátrico donde el médico diría que su escritura es una forma de neurosis. Sobre la vida privada de Carson hay demasiadas versiones, porque ella misma se encargaba de inventar la realidad que la rodeaba, de contradecirse siempre, lo que, sumado a su temperamento, hizo que muchas personas (como normalmente hacen las personas) ignorasen su talento, quizás intencionalmente, quizás no, pero siempre juzgándola desde su forma de ser y no desde su gran talento. Carson tenía un carácter difícil. Pero, fuera un demonio o una dulce niña, una insoportable prepotente o un ser desesperado por encajar en alguna parte, Carson era, y es, una de esas escritoras que todo lector debería conocer.

Llegó a recibir amenazas del Ku Klux Klan y fue criticada por la sociedad de aquella época por abordar en sus historias temas como la homosexualidad, el adulterio y, por supuesto, el racismo. En la actualidad aun entre sus biógrafos existe esa lucha por mostrarla o como una completa malvada o como un frágil ser que no encajaba en la sociedad que le tocó vivir. Y recojo estas palabras de Robert Walden y Arnold Saint Subber que representan muy bien esa lucha sobre Carson:

«Confío en que sus futuros biógrafos no pretendan hacerla pasar a la posteridad toda vestida de blanco o con una aureola. Carson era una perra, y no quiero que aparezca como un ángel» (Robert Walden).

«Todo cuanto yo pudiera decirle acerca de ella podría ser negado por cualquier otra persona, y ambos testimonios serían igualmente ciertos. Carson era el ser más angelical del mundo, y al mismo tiempo el más infernal, el más odioso de los demonios» (Arnold Saint Subber).

Considerada una de las mejores voces del sur de los Estados Unidos, Carson McCullers tiene una destreza única a la hora de descubrir el amor en sus historias, cuyos protagonistas son siempre ese paisaje sureño de su infancia y unos seres siempre rotos, lastimados o disminuidos, deformes por dentro o por fuera, jorobados, ciegos, enanos, bisexuales, solitarios, alcohólicos, acentuando lo más repulsivo. Para salvarse, no quedaba otra que escribir, escribir, escribir. Escribir sobre lo grotesco o extraño, escribir desde dentro de ella: «Todo lo que escribo me sucedió o me sucederá». En sus letras hay un ritmo lento, que nos mece en una atmósfera de realidad y fantasía, sin mucho adorno, lo cotidiano sobresale, los escenarios que elige son toscos, y su preocupación, más que el entorno y los personajes, es el mundo interior de estos, así que lo que leemos son recorridos por las almas de esos seres; entonces, no hay comparaciones, paralelismos o diferencias con otros autores de esa época y enmarcados en esa geografía sureña que sirvan de algo para intentar entender la literatura de Carson. Su obra es particular como ella. Grahan Greene dijo que: «Carson McCullers y quizá William Faulkner son, tras la muerte de D. H. Lawrence, los únicos escritores con una sensibilidad poética original. Prefiero Carson McCullers a William Faulkner porque escribe de modo más claro; la prefiero a D. H. Lawrence porque no tiene mensaje».

¿Con qué obra iniciarse en la lectura de Carson? Yo no sabría decir si lo mejor es leerla en un orden cronológico; yo no lo hice, empecé con La balada del café triste (1951), cuento extenso (¿o novela corta?) escrito con esta sensibilidad y belleza: «El corazón herido de un niño se encoge a veces de tal forma que se queda para siempre duro y áspero como el hueso de un melocotón. O, al contrario, es un corazón que se ulcera y se hincha hasta volverse una carga penosa dentro del cuerpo, y cualquier roce lo oprime y lo hiere.

»Es una casa muy vieja: tiene un aspecto extraño, ruinoso, que en el primer momento no se sabe en qué consiste; de pronto cae uno en la cuenta de que alguna vez, hace mucho tiempo, se pintó el porche delantero y parte de la fachada; pero lo dejaron a medio pintar y un lado de la casa está más oscuro y más sucio que el otro. La casa parece abandonada. Sin embargo, en el segundo piso hay una ventana que no está arrancada; a veces, a última hora de la tarde, cuando el calor es más sofocante, aparece una mano que va abriendo despacio los postigos, y asoma una cara que mira a la calle. Es una de esas caras borrosas que se ven en sueños: asexuada, pálida, con unos ojos grises que bizquean hacia dentro tan violentamente que parece que están lanzándose el uno al otro una larga mirada de congoja. La cara permanece en la ventana durante una hora, aproximadamente; luego se vuelven a cerrar los postigos, y ya no se ve alma viviente en toda la calle...»

El corazón es un cazador solitario (1940), escrita con apenas veinticuatro años, es su obra más aplaudida; no quiero dejar de mencionar que en sus páginas Carson escribió en aquellos años cuarenta: «Tal vez fuera una gran inventora. Inventaría pequeños aparatos de radio del tamaño de un guisante verde que la gente podría llevar y meter dentro del oído», sin imaginar que hoy cualquiera podría caminar por las calles llevando un libro suyo al oído. Uno podría caminar y escuchar lo que le ocurre a Singer, silencioso y solo, caminar mudo como él, pretendiendo comunicarse en medio de algo que termina siendo siempre la imposibilidad de comunicarse, en medio de los otros solos que lo rodean y encuentran en su silencio la idea de ser escuchados. Para una de sus biógrafas, Josyane Savigneau, la obra maestra de Carson es, en cambio, Reflejos en un ojo dorado (1941).

Así que uno podría empezar por cualquiera de sus obras: podría empezar por El aliento del cielo, que sería una buena elección porque es una recopilación de sus cuentos en la cual también se encuentran La balada del café triste, Reflejos en un ojo dorado y Frankie y la boda (1946), teniendo solamente algo de cuidado para no emborracharse, o, de lo contrario, hacerlo deliberadamente, porque en sus páginas hay siempre mucho alcohol.

claudia.pistilli@gmail.com

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