Días de ciber

«¡Cuánto aprendimos fuera de las aulas con los juegos!», nos recuerda el autor de este artículo, que trata de la nostalgia en la era digital.

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Hace mucho tiempo, en una galaxia muy, muy lejana, antes de los smartphones y el wifi, eran tan pocos los que tenían Internet en casa, que en todos los barrios de todas las estrellas y planetas, desde Asunción hasta Tattoine, pasando por Lambaré, Mariano Roque Alonso, Luque y Cuatro Mojones, anexos nuevos en negocios viejos –fotocopiadoras, librerías, peluquerías, heladerías, copetines, y a veces hasta despensas– brotaron, y mesas y computadoras fueron habilitadas para que los clientes respondieran e-mails, redactaran trabajos prácticos, vieran videos, imprimieran currículos, chatearan o jugaran en línea, y también flamantes locales fueron abiertos para ofrecer tan demandado servicio al costo de una cantidad variable de guaraníes por hora. Por alguna razón ignota (no sé si ustedes, pero yo nunca tomé ningún café en un cíber), esos lugares se llamaron «cibercafés».

Debido a la rapidez de los cambios que caracteriza a nuestra época en materia tecnológica, la historia de los «cíber», punto de reunión y vínculo para toda una generación, parece muy lejana. Pero aunque los centeniales –esos miembros de la nueva generación Z que, como tenía que pasar tarde o temprano, ya nos están sacando del centro del escenario a los milenials, algunos de nosotros casi casi lekaja, a punto de metamorfosearnos en maduros y pelados treintañeros– no lo crean, antes no era habitual jugar con amigos cada uno desde su casa, pues conectarse a internet no siempre fue algo casi permanente o el estado «normal». Esos eran los días en los que nos «íbamos al ciber».

Surgían cada vez más y más ciber en cada esquina, compitiendo en precios, velocidad de navegación, horarios, disputándose una clientela de lo más variada y movida por las motivaciones más diversas, pero siempre ávida y leal, cuando no adicta.

Salir de clases era correr al ciber, llegar antes y agarrar la mejor máquina, pasar la tarde jugando, colaborando y compartiendo hallazgos, hablando de temas importantes para nosotros, siendo parte de algo que no en ese momento no creímos que más adelante nos podría parecer valioso, aprendiendo a aprender por nuestra cuenta y de los demás, ganando conocimientos a nuestro ritmo y a nuestro propio modo, desarrollando talentos entre todos, descubriendo cosas juntos. 

A veces nos comportábamos como grupos ruidosos de pibes que jugábamos en red sin parar de aullarnos de PC a PC; ahora, al recordar esas ocasiones me imagino cuánto nos habrán odiado los usuarios mayores y serios. Creo que una tarde una profe de la facultad presentó un reclamo a los encargados de un cibercafé que estaba en una esquina de Carlos Antonio López, cerca de la UNA, el deportivo Sajonia y el estadio Defensores. Era un ciber lindo, caro, parte de una librería-juguetería-minimarket, y la profe era bastante linda también, dicho sea de paso. Su queja no tuvo eco porque éramos una partida numerosa de «nenes bien» que llegábamos dispuestos a gastar por horas jugosas propinas paternas, y aunque quizás la justicia estaba de parte de aquella dama, no entró siquiera en la ecuación a la hora de decidir si prestarle o no oídos, porque los intereses del mercado, que nos favorecían, pesaban más para los dueños, y por lo tanto para los empleados, del negocio, que cualquier ideal de equidad. Una temprana lección del funcionamiento de la sociedad, o una muestra a escala del peso de lo que, como iríamos confirmando con los años, mueve al mundo, o sea, el dinero. Aunque esa tarde fuera conveniente para nosotros.

¡Cuánto aprendimos fuera de las aulas con los juegos! 

Con Starcraft aprendimos a conquistar el futuro, con World of Warcraft a andar con gente de muchos lugares, de distintas culturas, de generaciones diferentes, a intercambiar saberes con seres de todas las formas y especies, con League of Legends a no tener barreras, con Age of Empires a cambiar la historia, con Counter Strike a seguir estrategias en pos de una meta en común, a sincronizar acciones sin dejar de ser individuos, a jugar en equipo.

Y con todos los juegos, en general, aprendimos que jugar no separa a las personas, sino que, al revés, las une. A tal punto que incluso jugar a solas es una experiencia que involucra comunidad, una actividad en la que siempre está presente la intersubjetividad, al igual que en cualquier otra actividad humana; por algo el juego es una experiencia esencial, como bien nos lo dice Montse Álvarez al hablar de videojuegos en varios artículos de este mismo Suplemento Cultural (un ejemplo, http://www.abc.com.py/edicion-impresa/suplementos/cultural/la-soledad-mas-fecunda-what-remains-of-edith-finch-1708842.html).

Los casi desaparecidos ciber de Asunción y las largas tardes de videojuegos abrieron en mi adolescencia un espacio social espontáneo a nuestra medida, un universo compartido en el que las habilidades circulaban de manera más horizontal que en las clases del colegio, vinculándonos en el crecimiento a través de experiencias tan fundamentales como superar desafíos y compartir emociones, permitiéndonos conocer más al otro y a la vez a nosotros mismos en el proceso, desdibujando muchas diferencias, ayudándonos a perder muchos miedos.

De alguna manera, siento que fuimos los «ocupas» de los ciber, aunque pagáramos cada hora de nuestra estadía; siento que fuimos ocupas porque nos apropiamos de la tecnología y de muchas de sus posibilidades de formas no previstas por la industria. Sin nosotros saberlo, aceleramos la globalización cultural simultáneamente, en nuestro país mientras otros pibes hacían lo mismo en los suyos, construimos una formación no convencional que muchos seguimos perfeccionando paralelamente a la educación formal más adelante, enriqueciéndola. Todo esto sucedió sin un plan, lo cual no le resta importancia a lo desarrollado en este escenario, que aún no ha sido reconocido por completo. Este artículo es un primer intento de ponerlo en el tapete.

En tardes de ciber, alrededor de las PC y los juegos, articulamos formas de entretenimiento, vías de relación con los demás, dinámicas de creación de entornos. Al salir del colegio, el tiempo reservado en esos días de comienzos del milenio para jugar videojuegos fue un tiempo de ocio en el buen sentido, no un tiempo perdido sino un tiempo para uno y un tiempo de estar con el otro, un tiempo libre, un tiempo propio, un tiempo nuestro.

Cuando se escriba la historia de nuestras ciudades como ámbitos colectivos de creación de cultura, no podrá faltar un capítulo dedicado a esos centros de reunión que alguna vez llenaron calles y barrios, en los inolvidables días en los que íbamos «al cíber».

El creciente acceso a internet en casas, celulares, oficinas y espacios públicos fue poniendo punto final de modo natural a un negocio que había florecido intensa y brevemente gracias a que antes no era tan sencillo como ahora conectarse a la red –sumado con frecuencia, como en el caso de Paraguay y otros países, a factores como la necesidad de comunicación de hijos, padres y madres en tiempos de crisis y emigración, por ejemplo–. Sin embargo, a los que tenemos suficiente edad para haberlos conocido, siempre nos quedará el recuerdo emocionante y nostálgico de ese fenómeno, característico de la cultura de principios del tercer milenio, que dejó un vacío en el paisaje urbano y con el que se extinguió toda una época.

ernestojavierbrizuela@gmail.com

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