El reino sin tiempo

Este año se recuerda el centenario de la muerte de Edward Thomas (Londres, 1878-Pas de Calais, 1917), caído en la Batalla de Arras poco después de las siete de la mañana del lunes 9 de abril de 1917. En un mundo arrasado por la guerra, dejó el mapa de un territorio, una cartografía poética formada con palabras que son lugares y con versos que son itinerario

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«How a poet convinces you he will not tell you anything he does not think or feel, since you have only his word for it, is hard to discover, but Edward Thomas is one of those who do it»

(«Es difícil descubrir cómo un poeta te convence solo con su palabra de que no te dirá nada que no piense ni sienta, pero Edward Thomas es de los que lo logran»)

Kingsley Amis, An Amis Anthology: A Personal Choice of English Verse

Ya había publicado más de veinte libros en prosa y tenía ya más de treinta años cuando empezó a escribir poemas, pero aún le quedaban otros tres de vida. La Gran Guerra estalló cuando estaba en la granja de Robert Frost, y dos años y medio después murió en el barro de las trincheras; toda su poesía fue escrita durante la Primera Guerra Mundial, y quizá esa circunstancia bélica se pueda considerar una fuente (¿o, apresurados, diríamos «la» fuente?) del leve escalofrío, el aire de presagio o, mejor dicho, el viento frío y húmedo de invierno o de amenaza que recorre la obra poética de Edward Thomas (1878-1917). Que, por otra parte, en su, llamémosla así, canción de amor –entonada en voz discreta, discreta como lo que celebra– a un mundo en esos días tan visible en su contingencia y su debilidad, en su inestable milagro y su sinsentido, habla, desde luego, por los bellos y frágiles frutos del tiempo, y no por sí mismo. Escribió su primer poema en diciembre de 1914, se alistó en julio de 1915 y antes de partir a Francia, en enero de 1917, escribió el último: en poco más de dos años cabe, pues, toda su vida poética (legible). ¿Por qué se alistó Edward Thomas? Hay varias teorías, pero no lo hizo contra su voluntad. Tenía treinta y seis años, y, para hombres de edad madura como él, alistarse no era obligatorio. Cabe, desde luego, imaginar fábulas ominosas –la atracción del abismo, la obediencia inconsciente al destino secreto y fatal, etcétera–, sobre todo porque, curiosamente, el día de su muerte era lunes de Pascua. Digo «curiosamente» porque antes de recibir el letal balazo letal había escrito:

«The flowers left thick at nightfall in the wood

this Eastertide call into mind the men,

now far from home, who, with their sweet hearts, should

have gathered them and will do never again»

(«Las flores que al ocaso se quedaron en el bosque / llaman en esta Pascua desde adentro a los hombres / hoy lejos del hogar; a ellos que, con sus amores, / debieron haber reunido, y ya nunca lo harán»).

El mundo arrasado, destruido por la guerra, se salva en cierta forma con un truco, una clave, un plano del tesoro: Thomas dejó la llave de ese territorio, el mapa de ese país, una cartografía de la memoria formada por ciento cuarenta y cuatro poemas forjados con palabras que son lugares –viejos pubs, esquinas de barrios, caminos perdidos, senderos de monte, ventanas, parajes, callejones…– y con versos que son itinerario.

Según se dice, «Sixty miles of South Downs» habla de Shoulder of Mutton Hill, que no se ha movido del sur de Sussex. Y quizá el resplandor brumoso («duskily glowing») de «The Manor Farm» siga ahí, granja de luz entre la niebla. Como cabe esperar que siga en su sitio la pequeña y oscura estación de ferrocarril de esa epifanía que se llama «Adlestrop». Y fue al fondo de cierta antigua cervecería a cuya barra tal vez aún se pueda pedir una pinta –The White Horse, llamada también «el lugar sin nombre» por su letrero robado y no reemplazado nunca–, en «aquel salón de bosque, / bajo y pequeño entre las hachas altas como torres» («that forest parlour, / low and small among the towering beeches») que comenzó a respirar salvajemente «Up in the Wind».

Al morir, Thomas no dejó publicado ningún poemario; solo unos cuantos poemas sueltos, que en su momento no recibieron demasiada atención. Pero en 1924 lo leyó Auden. Y después Stephan Spender, y después Philip Larkin, y Ted Hughes, y Derek Walcott...

El mundo anterior a 1914, o, más universalmente, el mundo de la infancia y de la eternidad, el mundo anterior a la caída, es por definición un mundo perdido. Está, por eso mismo, a salvo de toda destrucción. A salvo del progreso y sus injusticias, a salvo de los éxitos y de su compañera inseparable –la miseria–, a salvo del olvido, de la guerra y de la muerte. Universo paralelo, es el reino sin tiempo de los versos de Thomas, ese otro país fabuloso, un día llamado feliz, que perdura bajo el nuestro, ya tan viejo, desde siempre –«since / this England, Old already, was called Merry»–.

montserrat.alvarez@abc.com.py

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