Inventar el lenguaje: una conversación con Jesús Ruiz Nestosa

A propósito de la aparición de Madre de ciudades, conversamos con el autor, Jesús Ruiz Nestosa, sobre su obra.

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En todos tus libros, desde Las musarañas (1973), hay una crítica a la burguesía y a la Iglesia Católica, y en todos están presentes la libertad y la soledad.

Desde que entendí, o asumí, que debía trabajar el texto, se me abrió un campo inmenso. Por eso, en cada libro, lo primero que hago, antes que inventar la trama, es inventar el lenguaje. Y comencé con Las Musarañas, el primer intento de texto largo. Puse mucha energía en concebir un texto que no tuviera, en primer lugar, la estructura tradicional de la novela, y, en segundo lugar, un lenguaje «literario», es decir, como se entiende habitualmente lo «literario». Después salió aquello de escribir sin punto ni coma, a tal punto que no puedas ponerle punto ni coma. O mejor dicho, le podés poner punto y coma donde te parezca, y el texto será válido igual. Yo trabajé con la ambigüedad que te da cortar el texto en un sitio o en otro con los signos de puntuación. Cuento esto porque una vez me encontré con unos alumnos de Filosofía de la UNA y casi me estrangulan porque una profesora les había dado de tarea extraer un fragmento del texto y puntuarlo. Cada uno lo hacía en lugares diferentes y ninguno coincidía con la profesora, que los mandó a la China porque «no sabían hacerlo». Y realmente todos tenían razón, ninguno estaba equivocado.

Presentaste el libro a un concurso del Pen Club, pero fue rechazado.

Sí. Luego me dijeron que fue rechazado en la primera vuelta porque no tenía la estructura de una novela y carecía de un lenguaje literario. Y todo mi esfuerzo lo invertí justamente en evitar esos dos elementos.

Ante eso, lo llevaste a editoriales de Argentina y fue publicado por el Centro Editor de América Latina, una de las principales editoriales de ese entonces.

Terminé convirtiéndome en una especie de escritor maldito, aunque suene pretencioso, porque Diálogos prohibidos y circulares (Asunción, El Lector, 1995), novela que transcurre en un grupo de muchachos que están en el último año de bachillerato, también fue rechazada en un concurso porque, me dijo uno de los miembros del jurado, tenía muchas groserías. Pensé que era una broma. ¿Alguna vez escuchaste un lenguaje académico entre chicos que están en el sexto curso? Es ridículo.

En tus novelas, un tema recurrente es la crítica a la burguesía paraguaya y a la iglesia, principalmente a esos curas castradores.

Recuerdo que una vez, en el colegio, un cura dijo: «No se masturben, se van a volver locos», y yo le contesté que era muy raro porque realmente yo me iba a volver loco si no me masturbaba. Por supuesto, me echó de clase. En un momento dado, en Diálogos…, el profesor reprende a uno de los alumnos por ser un «calentón», hablando mal y pronto. Y el alumno le contesta que no está de acuerdo con el castigo porque su sexualidad es su expresión de libertad. En la época de la dictadura, uno debía cuidar mucho las palabras que decía, por el riesgo de ir a parar junto a Pastor Coronel. Entonces, el acto sexual se volvía un acto de libertad que te estaban negando en otros niveles. Sí, en mis novelas hay mucho sexo porque era una manera de resistencia y oposición a un sistema hipócrita, convencional, cavernario, reaccionario. Y si a la gente le molestaba, albricias. Ya que no se puede emocionar a esta gente, vamos a escandalizarla. Es algo básico. En mis novelas vas a encontrar el tema del sexo, la soledad, la libertad y la muerte. Porque son cosas que siempre me preocuparon.

Respecto a Los ensayos (Napa, 1982), una vez me contaste que comenzaste con la parte central del libro, que se llama, precisamente, «Los ensayos», y seguiste con lo que la rodea.

Quería reflejar la soledad del creador en una sociedad como la nuestra, mediocre hasta decir basta. En la novela hay un chico que canta en la iglesia de su pueblo, y no solo canta de maravilla sino que causa disturbios para el cura porque es muy lindo y todas las chicas están locas por él. Entonces, el cura le pide que se retire del coro porque es el único que afina y pone en evidencia a los veinte restantes. Así, era pasar el rasero por abajo y apoyar la mediocridad de los demás. Quería poner en evidencia la mediocridad de la gente que rechaza al creador. Pero escribir un libro así en un ambiente tan mediocre ha sido una pérdida de tiempo, porque nadie entendió lo que quería reflejar. La gente se quejaba porque se decía tres veces «puta» o dos veces «carajo». Eso me recuerda la anécdota de Casaccia en el encuentro sobre literatura paraguaya que organizó radio Cáritas en 1966, ese en el que estuvieron Roa Bastos y Vargas Llosa. En el momento de las preguntas, se levanta una señora y dice: «Señor Casaccia, ¿por qué hay tantas palabrotas en su libro? Que yo no he leído porque es muy obsceno». «Sencillo, señora», le contesta, «si usted va por la calle y le cae una maceta en la cabeza, no mira al cielo y dice: “¡Oh, hados terribles del destino que me castigáis tan injustamente!” Usted mira al balcón y grita: “¡La puta, carajo, quién es el imbécil que dejó caer la maceta!”». La señora se levantó y se retiró.

El pecado de Casaccia fue pertenecer a una familia de la alta burguesía. Si Roa Bastos hablaba mal de la burguesía no importaba, porque era un hombre de pueblo, y comunista. Casaccia no podía hacerlo. (S. F.)

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