La hora del rock

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EL DESEO Y LA IMAGINACIÓN

¿Qué se pisaba y por qué cuando Armstrong pisó la Luna? Sabemos que eran los EE.UU. empeñados en ganar a la URSS la carrera del alarde tecnológico con fines bélicos o armamentistas y, en última instancia, económicos, pero eso no es todo; eso solo despeja una variable relativa al contexto y soslaya la constante de la ecuación, el conflicto entre ciertas facultades y la necesidad de reprimirlas. La mera asociación en comunidad limita el deseo, señaló, entre otros, Hobbes, en su Leviatán. Los límites del deseo traen consigo los de la imaginación, pues imaginar es suspender lo dado y pensar lo posible, y lo posible, si se vuelve objeto de deseo, amenaza la aceptación de lo dado como lo único deseable, aceptación que permite el imperio absoluto de los sistemas de valores, los modelos de vida, las prácticas económicas, sociales y políticas, etcétera, que cada sociedad tiene por lícitas. Porque la imaginación enciende el deseo y el deseo impulsa la imaginación, hay que limitarlos. Se imagina porque se desea y, en gran parte, se desea porque se imagina. Poder soñar lo que no es, o lo que no es aún, sin embargo, es el elemento dinámico del cambio, la vitalidad de la historia, de modo que no cabe ni conviene suprimir por completo el deseo ni la imaginación; pero, latentes amenazas a la estabilidad de cada orden social, suelen ser limitados de mil modos. El análisis de los móviles armamentistas y la lógica mercantil del caso Armstrong enriquece la lectura de la ecuación; pero si nos acercamos para ver mejor cierto detalle del cuadro, descubriremos que no es Armstrong quien un día del año 1969 está pisando la Luna. Que el que, disfrazado de Armstrong, la pisa, es Platón, disfrazado o tal vez transmigrado por metempsicosis y reencarnado en Armstrong, digamos (para tomarle a Platón el pelo ahora que no puede hacer que el pesado de Sócrates ponga a todos nerviosos con su socarronería).

Ahora bien, es preciso, para entender lo que sigue, no olvidar que Platón era poeta.

LA POLIS DE PLATÓN Y LA LUNA DE ARMSTRONG

En La República, Platón salta de la inicial propuesta de censura estatal de la poesía a desterrar a los poetas sin más. Primero es la censura el contenido del discurso poético; después, la de este como tal. Primero propone vigilar el contenido, pues, «llevados por la inspiración», los poetas dicen cosas buenas y malas «sin saber lo que dicen». Después lo inquieta no lo que digan, sino el modo de decirlo («llevados por la inspiración», «sin saber lo que dicen»); un decir que no limita ni la imaginación ni el deseo. No es infalible la censura externa si dentro del alma no hay censura. Alguien libre interiormente siempre podrá sublevarse; por ejemplo, contra los críticos literarios de la polis. Uno se puede rebelar contra un rey, guardián o policía siempre que no estén en su interior, pero ¿quién puede enojarse con un policía que es su «consciencia», su «moral», sus «principios», o su racionalidad, es decir, contra lo que ha llegado a ser, y es ya, uno mismo? Si está libre de la censura interna, mejor expulsar esa palabra sin más vueltas. Platón lo sabía bien, pues, como dije ya, él era poeta. Y quemó sus poemas, el desorden temido. Su frívolo racionalismo optimista oculta un miedo sobrecogedor. En cuanto al alunizaje de Armstrong en 1969, hasta para el ser más opaco y resignado la Luna era como el écran donde podía proyectar la película muda de sus deseos imposibles, o el blanco vacío de su incapacidad ya de imaginar lo deseable. Pisarla, asimilarla a lo dado para que no diese alas a los fantasmas, era una tarea pendiente desde antes de Platón. Pisarla con las botas de tecnología y clavarle determinada banderita. Sería aún mejor urbanizarla y vender lotes a plazos en los barrios de la Luna; eso la sumiría en la rutina y la eliminaría como zona liberada para una fantasía en extinción.

PIANOS ROTOS Y JADEOS EN LOS MICRÓFONOS

Así, en un panorama más general, estas variables tan distantes se acercan: expulsar a los poetas, pisar la Luna. ¿Y qué pasó ese día de mayo de 1954 en que, de pronto, desde miles de aparatos de radio, Bill Halley & His Comets cantaron ruidosamente que habían decidido detener todos los relojes en la hora gozosa y extática del rock? ¿Qué podía haber, en algo tan naïf, tan adolescente, que mereciera, no ya la censura y el repudio, sino la mera atención que eso, en su momento, suscitó? ¿Qué podía haber de alarmante o tan solo de relevante en ese Bill Halley, o en ese Chuck Berry, absurdo cantor de goces juveniles a sus treinta años, capaz a veces, no ya de pronunciar, sino más bien de balbucear cuestionamientos al orden social y la moral vigente de un contenido ideológico tan alarmante como Rat-tat-tat-tat o Whoop whoop whoo oohs? ¿Qué podía hacer fruncir el ceño en estas macanadas a gente seria y adulta? ¿Qué «ideas» dignas de tal nombre podría inspirar a nadie un adúltero endogámico, alcoholizado y pedófilo que, con el, sin duda merecido, alias de «The Killer» rugía joyas de la filosofía occidental como Whole lotta shakin’ goin’ on y que, en el frenesí de su bestialidad desatada, había a todas luces renunciado a hacer nada que se pudiera llamar «tocar el piano» (aunque no renunciara nunca a romperlo, a patearlo ni a prenderle fuego, claro)? ¿Qué puede merecer ni cinco minutos de tiempo en una sentencia tan fulminante, lúcida y profunda como Be-bop-a-lula, apenas articulada por ese espantapájaros de Gene Vincent y más similar a jadeos obscenos en el micrófono que a nada que quepa llamar lenguaje humano? ¿Qué podía, en suma, ser importante en tales, por llamarlas del modo menos ofensivo posible, expansiones?

LA CIVILIZACIÓN Y LAS INVASIONES BÁRBARAS

Hablaban de algo antiguo, primitivo, que ninguna civilización ha podido hasta hoy limitar del todo, que nunca se ha logrado desterrar de la polis, que ni siquiera se pudo pisar bien y totalmente en la mismísima Luna: de la dicha elemental de la vida arrolladora, que no hace concesiones, del deseo que desata la imaginación en ritmo y melodía y agita el cuerpo en la música que circula por el cuerpo con la ciega emoción de lo existente. Lo expresaban y, aún peor, lo hacían sentir a todos. Esas cancioncillas juveniles y tontas desataban algo profundo en el asiento animal de lo más elevado y de lo concupiscente, de la belleza y de lo horrible. Unos simples acordes esquemáticos que desatan la fuerza en general acallada del cuerpo y de sus pasiones. Esa fuerza que forja el amor por todo lo que es bello en el pensamiento y en la carne, en los apetitos y el espíritu, ese misterio que crea cerdos y que forja héroes, esa alegría que es real porque no oculta el miedo, la desesperación y la violencia, el lado de tragedia, esa misma tragedia tan sutilmente oculta tras la aparente sensatez banal, racional, de Platón, la tragedia del altísimo precio, de la enorme renuncia, de la cotidiana desgracia sin remedio de la existencia adulta, civilizada, cuerda, de todo lo que hay que matar en el cuerpo y en la mente, en el destino y en la propia vida para poder llegar a ser aquello que es necesario ser.

Qué extraño debió sonar ese pueril grito de guerra contra los relojes que se lanzaba con aire de liviana diversión y de travesura (grito mercantil, al fin). La hora del rock.

SANGRIENTA MATEMÁTICA Y POESÍA OCULTA

La hora del placer no es ni la hora útil que se usa para algo ni la hora vacía que «se mata» haciendo algo: es la hora de la vida, un trozo de tiempo puro, un trozo de libertad que en nuestra sociedad se paga como una hora laboral. En realidad no puede tener precio, porque somos mortales y no existe otra vida en esta tierra, y no hay cómo medir ni tasar lo infinito para pagarlo y cobrarlo; solo creemos eso, pero no es cierto. Marx lo sabía y lo dijo en su terrible, sangrienta matemática de la plusvalía. Max Weber lo sabía, y la tristeza de ese saber da toda su conmovedora y secreta elegancia a La ética protestante y el espíritu del capitalismo. Esta tragedia es la poesía oculta, dolorosa, de libros imponentes que se leen en general sin entender lo que hay en ellos de violenta, de poéticamente filosófico. En sí misma, una hora es una hora de futuro. Es lo desconocido; es lo posible. Se la piensa como una sola de las infinitas cosas que puede ser porque así se la puede tasar, ya que lo posible no puede ser medido ni tasado, porque no es sino pura posibilidad de ser y, como aún no es nada, aún puede serlo todo. Es la estructura y la fórmula cronológica, digamos, de lo que se podría llamar la libertad. Con cada hora de trabajo no has vendido solo una hora de trabajo. Has vendido lo posible. Lo irrecuperable. Tu vida. Piensa en eso y quizá escuches lo que yo escucho, el grito de Platón debajo de la tonta ligereza de los gloriosos hits del fugaz verano de la juventud; verano tan fugaz que se terminará antes de que hayas podido abrir los ojos. Escúchalas bien: por alegre y vibrante que sea la música, hay otra cosa allí que nadie escucha en serio. Que en su momento asustó y que ya no asusta. Pero que no es tan tonto ni tan inocuo como uno cree. Fíjate, sino, en lo que están diciendo.

Escucha a lo que han venido.

Han venido dispuestos a parar los relojes.

One, two, three O’clock, four O’clock, Rock!
Five, six, seven O’clock, eight O’clock, ROCK!
Nine, ten eleven O’clock, twelve O’clock, ROCK!
O’ CLOCK ROCK! / AROUND / the clock / TONIGHT!!

montserrat.alvarez@abc.com.py

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