La melodía infinita

En un viaje desde la leyenda de un cantante de típicas hasta la media luz de las pistas que han quedado desiertas por el tiempo, en esta segunda parte de la crónica de las orquestas paraguayas el autor recrea escenarios de un pasado que aún palpita

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TIEMPO DE LEYENDAS

«A ese cantante de típica nadie le pisó jamás el poncho; dejó cien metros de poesía a la amada a la que perseguía de balcón en balcón con serenatas desdeñadas y una camisa roja en las puertas del cementerio como últimas señales de vida y desapareció para siempre», dijo en redondo y lento guaraní un amigo luqueño que raras veces habla, próspero comerciante conocido en el ambiente, en una larga jornada de peña, fogata y caña. Era el momento en que todos estábamos en el punto del éxtasis, no solo por el alcohol, sino también por los espíritus de los músicos muertos que cruzaban las llamas como estrellas fugaces.

Se refería a un personaje que pocos osan nombrar aún hoy, pues hacerlo trae desgracia. Como «La Magdalena», aquella popular canción maléfica que, a fines del siglo XIX, atraía hechos macabros a la vida de quien la interpretara, según refiere en Música y músicos del Paraguay (Asunción, APA, 1957) el doctor Juan Max Boettner.

Es un tema tabú: se sabe que existió, pero nadie lo dice sin persignarse, por si las dudas. Un cantor fantasma, por definirlo de algún modo, que cambiaba de nombre en cada certamen barrial. Cantaba impresionantemente bien y desaparecía después de ganar el premio (un corte de tela, unos pesos, una bicicleta) a los más pintados; incluso al «zorzal» Francisco Javier Martínez, el «Carlos Gardel paraguayo», tanto en Ysaty como en el estadio Comuneros. En el reñido concurso del Club San Antonio, donde actuaba de local, lo dejó segundo en la preferencia del público.

Su interpretación de «Nde rendápe aju», de José Asunción Flores y Manuel Ortiz Guerrero –sobre un enamorado que, herido de un balazo en el corazón por un marido celoso, agoniza cantando– era irresistible. Dicen que dejaba como flotando a la audiencia, que despertaba cuando él ya no estaba en el escenario de tablones sobre barriles. Quedaba una atmósfera de humo y un acre olor a azufre, según cuentan algunos, pero son habladurías.

La Gran Orquesta Típica Hermanos Vásquez, de cuatro bandoneones, tres violines, contrabajo «chancho» y piano, fundada en Caballero en tiempos de cantantes prodigiosos como Máximo Santos, Vidilfo Vásquez, Osmar Suárez, Wilfrido Pratt Godoy o Sinforiano González, quiso contratarlo para una maratónica gira por Argentina y Brasil. Eduardo Vázquez, patriarca bandoneonista y director, se negó hasta su muerte, en 1982, a revelar por qué la negociación resultó fallida.

Sobre el tema, como sobre un cadáver insepulto, se tendió un discreto, temeroso manto de silencio.

Tampoco Ladislao Orrego quería hablar de él. Según dicen, en 1945, fecha de creación de la Típica Orrego, integrada por Nereo Alvarenga, Germán Bogado y Bonifacio Román, entre otros, antes de incorporar a sus veintitantos hijos, dieciocho varones y ocho mujeres, quiso incluirlo en viajes a Buenos Aires y grabar con él un disco en San Pablo con el sello Continental.

TIEMPO DE CORRIDAS

En el exilio económico, y con el desmadre de la política criolla, se desarrolló una fantástica epopeya musical desde la segunda mitad de los años veinte en «La Meca del arte», Buenos Aires, todavía en blanco y negro como un filme rayado, con hombres peinados a la gomina y mujeres con provocativos tajos de ceñidas faldas y escorzo de blancas y largas piernas. Inclinada en el recuerdo, tocaba la renombrada primera orquesta de Herminio Giménez, y la insuperable Orquesta Paraguaya del violinista Julián Alarcón y el guaireño Diosnel Chase amenizaba las tertulias de la mítica Confitería 9 de Julio, por la que pasaron intérpretes y creadores como Julio Escobeiro, Ampelio Villalba y Agustín Barboza, que de estibador del puerto se consagró cantando en los micrófonos de las mejores emisoras de radio. En 1934, el maestro José Asunción Flores fundó la Orquesta Ortiz Guerrero, que se grabó las guaranías fundacionales.

Otro recolector de lo insólito contó la historia de un conocido compositor y cantante que, se descubrió, tenía un hermano sordomudo que nunca vio la luz del sol, la lluvia ni las estrellas, pues vivía encadenado en la penumbra de una piecita del fondo, y que creaba las canciones que el otro firmaba y hasta vendía, como se acostumbraba entonces, pero los fantasiosos dicen que el verdadero autor de esas páginas deslumbrantes que hablaban de romances y de alegría era un gato genio, fiel y único amigo del engrillado prójimo, pues los personajes de las composiciones siempre eran vistos como desde abajo; lo que se dice, folclore puro. Por denuncias del vecindario, intervino la policía bonaerense.

Era el tiempo de las corridas al local de la Sociedad Argentina de Autores y Compositores (Sadaic) para registrar antes que nadie alguna pieza original y quedarse con las regalías de lo que se escuchó silbar a algún paisano nostálgico recién llegado del valle. De estos, hay muchos casos.

TIEMPO DE ALMACENES

Desde los años cuarenta, arrasaron las pistas orquestas como la ya nombrada Iris, dirigida por Ramón Vera, donde aparecieron la trompeta y el acordeón de Neneco Norton, el confidente de la parte primera de este artículo, y el guitarrista villetano Rodolfo Heyn Cartes, o Rudy Heyn, que tuvo el privilegio de estrenar la primera guitarra eléctrica construida en nuestro país, e hizo germinar la genial idea de una orquesta de niños, Baby Jazz, que debutó el sábado 27 de enero de 1961 en el Deportivo Sajonia y llegó a reunir más de diez mil personas; el contrabajista Adolfo Vallejos y el bandoneonista Gerónimo Cataldo. Bernardo Ávalos, con Panambí Rory, y el dúo Espínola-Marín, a caballo del éxito de «Virgen Querida», movilizaban un batallón de lavanderas y planchadoras de saco blanco almidonado en Pinozá desde 1944. Su música sobrevolaba, como confites y papel picado en los vientos, las noches de los barrios, y dicen que en la laguna Pytã, balneario de suburbio (hoy Emergencias Médicas), asomaban sirenas a soltar sus perfumadas cabelleras y llovían estrellas que se apagaban chisporroteando en la superficie.

Allí estaba el local Acosta, de baile de orquestas, donde alternaban los Hermanos Arroyo, Luis Torres y la Típica Pampa, la Típica Barreto, la Típica Sosa, la Típica Huracán, Alfredo Riquelme y la Novel, la Típica Mauro. Allí los bailarines de traje y de claveles rojos en el ojal invitaban con reverencias a danzar a las damas y las llevaban al remolino de la melodía incesantemente, una y otra vez.

Y estaba allí también el almacén de ramos generales de doña Florencia, con el vino Garnacia y la novedad del hielo, en cuyo mostrador, por una inocente pero nefasta broma, destriparon a una blonda ex miss que había ido a comprar un cuarto de galleta. El suspicaz cónyuge fue informado por chacoteros amigos de que la visitaba un arriero extraño mientras él actuaba. Lamentable jugada del destino que a veces mueve así sus naipes más siniestros.

TIEMPO DE MEDIA LUZ

Neneco Orrego, actual director de Los Orrego, familia de músicos, en el valle Gstaad, en los Alpes suizos, donde se encontraba interpretando un Walser al compás del 3 por 4, nos habló de los numerosos y brillantes intérpretes que conforman Los Orrego; en los años treinta, Ladislao e Ignacio Arca crearon la primera agrupación, y luego la típica y la característica: una larga historia de veinticuatro hermanos y sus descendientes acomodándose en diferentes etapas, de acuerdo a las exigencias generacionales.

Papi, uno de ellos, impuso el acordeón en los grupos populares para hacer volar la polca paraguaya. Hasta ahora son números puestos en todas las fiestas de capital e interior, aun cuando el modelo eran las grandes orquestas de salón de Buenos Aires, con cuatro bandoneones, cuatro violines, piano, contrabajo y cantantes.

Florentín Giménez y la Típica moderna, Domingo Germán y su orquesta típica, Alex Cull, Oscar Faella «El Fantasista del Piano»… Kurt Levinson incorpora la guitarra hawaiana y el saxo en la Asunción de la confitería Vertúa, de la calle Palma, de la confitería Waldorf, en Chile y Oliva, de los clubes Sajonia, Mbiguá, Alemán, del bar El Rubio y de los cines Roma y Splendid, todos con sonido de típicas, como las concurridas fonoplateas de las radioemisoras.

El Paraguayo Independiente del 24 de abril de 1945 hablaba del «renovado amor a nuestra música nativa y los más calurosos elogios» para la Gran Típica de los Hermanos Vázquez, la más renombrada de Paraguarí, por la que pasó como un torbellino el cantante Francisco Javier Martínez, que dejó su canción «Mi lejano amor» como testamento después de una meteórica carrera que culminó en un hospital de San Pablo, donde falleció demasiado joven, a los 23 años, de una extraña enfermedad, por tratar de escapar en bata de dormir de las enfermeras para actuar en un programa televisivo brasileño con el conjunto Los Zorzales Guaraníes, de su tío Ireneo Ojeda Aquino.

Quedan algunas parejas en pistas desiertas, a media luz, enroscando sus cuerpos hasta el amanecer, como medusas, mientras fluyen en sus almas aquellas melodías infinitas de las orquestas típicas.

jpastoriza.2008@gmail.com

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