Nombres, exilios, encierros

En las últimas décadas, cierto cambio social en la experiencia del tiempo, parte de lo que se considera la crisis de la Modernidad, ha alimentado un interés creciente por la literatura del exilio como reflexión sobre lo incierto de la identidad, lo intransferible del pasado personal, inevitablemente ajeno al «relato oficial», y los misterios de la memoria. Y precisamente a propósito de esta literatura en auge, la del exilio, cuyos rasgos analiza, como veremos, en la obra de la novelista paraguaya Susana Gertopán, escribe la doctora Liliana Feierstein desde la Universidad de Constanza, en Baden-Württemberg, Alemania.

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La identidad de un pueblo, forjada durante cientos de años y llevada a América por inmigrantes desde finales del siglo XIX, va decolorándose con el paso de las sucesivas generaciones. Pierde volumen y deja lugar a tonos y confidencias más ligados a la tierra americana, a su clima y su lengua, a su realidad cotidiana, social y política. Una manera significativa de encarar esta historia individual y comunitaria puede encontrarse en la producción novelística de Susana Gertopán (Asunción, 1956) y su contenido metafórico-ficcional respecto a la memoria del pasado lejano, del reciente y de la más pura actualidad. La colectividad judía de Paraguay ha sido poco estudiada y, sin embargo, Paraguay fue, durante la Shoá y en los años inmediatamente posteriores, lugar de residencia o de paso para muchos judíos. Los judíos en Paraguay en la Colonia son muy escasos: se afirma que ciertas familias paraguayas, como los Gaona o los Pérez y Pereira, son de origen criptojudío, exilados de España en tiempos de la expulsión. En la segunda mitad del siglo XIX, inmigrantes judíos llegan en pequeño número de Europa, y durante la primera década del siglo XX se establecen algunas familias venidas de Rusia. Hacia 1917, los judíos eran unos seiscientos, y en su mayoría procedían de Polonia, Rusia, Turquía, Alemania y Francia. Hacia 1970 se calculaba un millar de judíos sobre una población total de dos millones cien mil habitantes, porcentaje algo menor al 0,50 por mil. Prácticamente todos se concentraban en Asunción, la capital, que tenía trescientos cincuenta mil habitantes. Es probable que el escaso número de miembros de la colectividad explique su concentración en un solo barrio, barrio que es el punto de partida de la primera de las novelas de Susana Gertopán.

BARRIO PALESTINA

Barrio Palestina (1998) dedica su primer tercio a esa especie de gueto en el cual se concentran los primeros inmigrantes judíos en los años treinta del siglo pasado, y describe la vida judía en lugares como Varsovia o Vilna, cuyas heladas estepas los inmigrantes abandonan para llegar a una tierra tropical y desconocida, con toda su carga de dramatismo y nostalgia.

El narrador, Moíshele, crece con la novela, interesante estrategia de la autora que, así, puede presentar los conflictos familiares y personales suavizados por la mirada del niño, que los relata desde afuera, desde las primeras rebeldías en la antisemita capital polaca hasta sus enojos durante la difícil aclimatación de sus padres, Dóvid y Reitze, en las desconocidas tierras guaraníes.

Sin embargo, es Feíguele, el hermanito menor de Moíshele, el personaje más interesante. Frágil como el pajarito al que su nombre alude, asmático, se expresa con su silencio. Como en la canción de cuna de Itzik Manger, en la que el niño quiere ser un pájaro (Feíguele) y la madre le pone tantos vestidos para protegerlo que le impide volar, en la novela la madre de este niño frágil lo ahoga, «cuidándolo» en el verano paraguayo como si aún estuvieran en Polonia. Feíguele crece como una sombra triste del judaísmo europeo mal exilado en tierras americanas. Moíshele, en cambio, canaliza su rebeldía emigrando al recién fundado Estado de Israel.

EL NOMBRE PRESTADO

En El nombre prestado (2000), varios años después algunos de esos inmigrantes siguen viviendo en un gueto imaginario, con premisas ciegamente repetidas como leit-motiv de un destino inexorable («No todo lo deseable es posible», «Suponer que los acontecimientos se desarrollarían de acuerdo a como uno los imaginaba siempre me pareció muy infantil…»).

Pero la siguiente generación reacciona de manera violenta y opuesta, para diferenciarse. Esta vez, los personajes centrales son un padre y un hijo, enfrentados y sin posibilidad de entendimiento. El progenitor es un antiguo prisionero de Auschwitz. Su hijo, José, Iósele, luego Alejandro, en la nueva identidad que adopta, es un hombre de cincuenta años cuando comienza la acción. Nacido en América Latina, judío secular con experiencia de vida de algunos años en Israel, se niega a aceptar esa herencia cuya memoria le es ajena pero que, a la vez, lo condiciona de tal manera que le ha impedido formar una familia.

Las discusiones entre ambos iluminan esta contradicción generacional y humana entre pasado añorado y presente real. Los logrados diálogos intergeneracionales, bordeando estas tensiones, recuerdan los del protagonista de Réquiem para un viernes a la noche (1964), de Germán Rozenmacher (Buenos Aires, 1936-1971), con su padre, cantor religioso en una sinagoga.

Iósele cambia su nombre por otro sin resonancias judaicas para iniciar una nueva vida libre de la historia de horror y obligaciones que su progenitor le transmite. El tema del nombre remite al de la identidad cuando el padre viudo acusa a su único hijo de renegar de él, de mutilar su continuidad al cambiar hasta aquello que lo definía ante los otros, su nombre. José no está de acuerdo: «Las personas no son un nombre, no son un montón de letras que se juntan para formar una palabra. Las personas son seres con sentimientos, con color, con razas. No es un nombre el que da la identidad».

La solapa del libro recuerda que, para el Talmud, el hombre posee tres nombres: el que le dan su padre y su madre, el que le dan los hombres y el que se da a sí mismo. Y este último es el más valioso. Esta aparente apuesta por una condición existencial –a tono con la ideología sartreana de la segunda posguerra– recibe, en el epílogo, un golpe demoledor que la transforma en metáfora abierta a interpretaciones: enfermo y a punto de morir, su padre le confiesa a Iósele que el supuesto apellido familiar no es el verdadero. Que, para sobrevivir, tomó el de un polaco cristiano de su vecindad, y que ese es el apellido que transmitió por herencia (y el que, precisamente, José decidió cambiar). Elevado a la segunda potencia, este «cambio de nombre» resignifica toda la historia relatada y la construcción que la memoria ha hecho alrededor de ella.

(Continúa el próximo domingo)

liliana.feierstein@uni-konstanz.de

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