Paraná en la línea 27

Me topé muchas veces, a lo largo de mi vida, con Paraná, incluso después de su fallecimiento. No solo aquella tarde, cerca del Mercado 4, cuando subió al micro 27 a pedir permiso a los pasajeros estupefactos y cantar «Soy un vagabundo». Más que dicha aparición, que investigué en días posteriores en otros lugares, como les contaré más adelante, conozco cosas de aquel ángel melodioso que surgió como un resplandor en los eucaliptales de Altos el 21 de junio de 1926 a las 14:30, anotado en el Juzgado de Paz el 14 de agosto por su madre, la costurera Jacinta Mesa, y no Meza.

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Luis Osmer recibió de su padre, maestro campesino, José Domingo Encina, su apasionamiento por la música, y aquel lunes 4 de noviembre de 1963 le pasó la mano a John Winston Lennon, le presentó a James Paul McCartney a su hermano Reynaldo, quien le enseñó cómo cantar el bolero «Bésame mucho», le dio permiso a George Harrison para jugar con el requinto de Julio Jara y soportó algunas bromas de Richard «Ringo» Starkey en el Royal Variete Perfomance o Wales Theatre de Londres, con la reina madre Elizabeth de Inglaterra, la princesa Margarita y lord Snowdon, cuando, antes de tocar «Twist and shout», pidieron que el público agitara las joyas en vez de aplaudir. Anécdotas más extrañas ahora, cuando ya su nombre suena a fábula. Primero adoptó el seudónimo de Carlos Prince, en la época en que estuvo fugazmente casado con la princesa de circo Lisette Cairoly, y más tarde el definitivo de Paraná, porque quería algo que recordara a su patria y esa denominación se mece en la gran mitología, en el viento de la bocina del perifoneo del cine mundial, en la vieja Tacuaral, en los años 70, en la noche que jamás se repetiría en la historia del pueblo, ahí con Reynaldo, Arsenio Jara, Ángel «Pato» García, Alfredo Marcucci y Óscar Ramón Ramírez, a su vuelta de la Rusia comunista, donde cobraron en rublos y volaron por Aeroflot por 40 días, contratados por Gosknsert, de la ex-URSS, y la gente colgada en los tejidos de alambre y en los árboles entró, invitada por el ídolo, gratuitamente.

Un dato importante que recordar. Respecto al Paraná inexplorado, me dijo doña Sara de Barrios, su maestra de primaria de la escuela República de Honduras, de Ypacaraí, donde vivió mientras duraban las batallas de la Guerra del Chaco, que siendo mita’i, una jornada transparente de matar pajaritos con hondita apareció sin explicación, como descendido del cielo, un hombre de capa y capucha negra que le señaló la garganta y le enseñó la palma de la mano, donde estaba escrito el 48 en números romanos, y se esfumó en la nada de la que había venido, no sin que antes se diera cuenta de que no tenía rostro.

Volvió a visitar ese instituto para sentarse en su banco, como tomando impulso espiritual para partir sin rumbo. Pasó primero por el barrio Pinozá en 1938, para trabajar de vendedor de escobas, y estuvo con su compañerito Rubito Medina en las veladas de la escuela Fernando de la Mora. Ganó a los 16 años, en 1940, el certamen de los barrios del cine Rex. En la caballería impostaba la voz bajo los árboles y al conseguir la baja, el 5 de octubre de 1945 inició la gira hacia cualquier parte. Que lo llevó, con Humberto Barúa y el arpista Digno García, por América del Sur y Centroamérica. Y en otro concurso, en México, «Desfile de artistas continentales», en el Teatro Alameda, enfrentó a Hugo del Carril y Pedro Infante. Tenía 26 años y no sospechaba que se iba a codear con Nat King Cole, Bing Crosby, Edith Piaf, Nana Mouskori, Maurice Chevallier, Catherine Valente, ni toda la vía láctea que iba a recorrer entre polvo de estrellas.

A comienzo de la década de 1960, cuando jugábamos un partidí con pelota de trapo en la última calle del barrio Palma de Ypacaraí, Aniceto Mendoza, hijo de la nigromante y partera chae de la zona, gritó en guaraní que ese día íbamos a tener sorpresa grande. No pasó media hora cuando apareció en aquel ignoto sitio un Cadillac color crema que se detuvo ante nosotros y cuyos elegantes pasajeros eran Luis Alberto del Paraná, el cineasta argentino Armando Bo y la despampanante actriz Isabel «Coca» Sarli, que buscaban locaciones para La Burrerita de Ypacaraí. El dicharachero cantante compró chipas y naranjas para todo el vecindario.

En los 80, cuando descansábamos en el aeropuerto de Heathrow, en Londres, con un par de compañeros becarios, tras perder un vuelo, entre sueños nos pareció oír una voz que nos erizó la piel. A esa hora desértica de la terminal aérea observamos la clara imagen de Paraná, sonriente, cantando «como un ruiseñor», según lo había calificado el padre Ernesto Pérez Acosta cuando le permitió entrar como boy scout al batallón Rojas Silva del Salesianito. Aquello era mitad real y mitad ilusión, pues ante nosotros una morena hindú, con un misterioso dibujo en la frente y el sari o ropa tradicional anterior a la invasión islámica del año 1000 a. C., escuchaba con su potente auricular «Mi guitarra y mi voz». Nos contó que en su lejana aldea adoraban a aquel artífice que ni imaginaban de dónde provenía, y que tenía guardado un antiguo disco simple, del sello Phillips, con «India» y «Galopera». Grabado en la primera travesía en el transatlántico Giulio Cesare, de la línea C, con Agustín Barboza y Digno García, conformando el mítico trío Los Paraguayos, cada uno con tres mil doscientos dólares en el bolsillo, a instancias de Epifanio Méndez Fleitas y por decreto firmado por el presidente Federico Chávez el 24 de noviembre de 1953 para recorrer el mundo en misión cultural oficial con pasaporte diplomático.

El año antepasado, alojados en la casa de un famoso y magnánimo arquitecto compatriota en el distrito de Queens, «la capital europea de Nueva York», sentimos golpes en la pared. El anfitrión, al día siguiente, con gesto de condescendencia, habló con naturalidad de un socio «griego», el finado expropietario de la residencia, que, según dijo, suele manifestarse así cuando quiere que se sepa que es el dueño de una colección de más de quinientas canciones grabadas por Paraná, que encontró intactas en un compartimento secreto o desván. El fantasma enamorado de nuestro cantor pide siempre que los huéspedes aprecien los discos de vinilo, que suenan extraños en las madrugadas neoyorquinas.

Por otro lado, nuestro sorprendente Paraná de la línea 27 suele perderse en el tumulto de la terminal o en el universo del mercado. Se presenta como tal y se las sabe todas. En una oportunidad, sentado en un barcito, en esa Asunción que flota en la neblina entre cafichos, mendigos, meretrices vírgenes, santos, vampiros urbanos, travestis y serenateros trasnochados, nos contó que sí, que su sueño era ser chanssonier, que por ello su retorno en la vida para ofrecer canciones en colectivos, que recuerda también el Studebaker que lo acompañó desde mayo de 1954 hasta agosto de 1968 en la Europa de la posguerra, que actuó en el Teatro Imperial de Lisboa, en el Royal Albert Hall de Londres, en el Olympia de París, en el Hilton Hotel de El Cairo, en el Elizabeth Theater de Hong Kong, en el Madison Square Garden de Nueva York, en el Monumental de Tokio, y que en febrero de 1966 se casó con la cantante y bailarina española Carmen Santana en una ceremonia civil en Amberes, Bélgica.

Era notable que hasta a mí, perseguidor de mitos, me estaba persuadiendo. Dijo que estuvo con Sinatra en Las Vegas y que salvó a The Rolling Stones en 1963, en el estadio Wembley, cuando sus majestades satánicas tuvieron un percance, y que Santos González tocó «El pájaro campana», que después Mick Jagger y Keith Richard adaptaron en parte en «On with show», publicado en el sexto disco del grupo en 1967, que inspiró a Rod Stewart y Ron Wood, que compusieron «Lost Paragias», que le pasó la mano solidaria de paraguayo, latinoamericano, ser humano, al fin, a la «Negra» Mercedes Sosa y la sacó del hambre en París, en aquel Mayo del 68 del prohibido prohibir y la imaginación al poder. Todo lo sabía al dedillo el Paraná del micro, que dice haber ganado el Globo de Oro en Hamburgo. Estuvo en tantas ciudades. «París, Londres umia ningo omimbipa, Estocolmo, Moscú, Tel Aviv, Viena, Lisboa, Berlín, Roma, Chicago, Copenhague, Ámsterdam». Me narraba, sin ápice de duda, que se dicen muchas cosas de más, que no es cierto que aquel domingo 15 de setiembre se pasó conversando con un cocinero oriental, que sí tenía que conseguir nuevos anteojos, que el último lugar en el que actuó fue Kursk, Rusia, que tenía suecos, pues las botitas rojas eran únicamente para el show, que el doctor González le había recetado pastillas, y que estaba solo en el Prembridge Court Hotel, primer piso, habitación 8, y que jamás abrió el frasco de medicina para la presión alta, que se le nubló la vista, que en su mente todo era muy confuso, lo del Royal Albert Hall y el aniversario de la radio Berlín (RFA), que se le movía el piso y su cerebro se abrió como una flor. Ese mismo día, en 1948, en extraña coincidencia, también partió el poeta Emiliano R. Fernández. Recién ahí comprendimos el significado del número 48 que le enseñó el hombre sin cara: la edad de su ida, había sido. Lo que no me satisface es cómo se me escapó en la profundidad de la madrugada asuncena aquel Paraná del micro, que después encontré en la crónica policiaca como suicida, cosa que no creo en absoluto, porque las gentes como él son inmortales.

jpastoriza.2008@gmail.com

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