Tortura psicológica

En este 2014 en que se cumplen treinta años del cierre, en 1984, de ABC Color por orden del gobierno, quiero evocar una pintoresca anécdota de esas que, no obstante lo tétrico del asunto, sirven para dar algún matiz, digamos, jocoso a uno de los muchos casos de atropello a los derechos constitucionales, y en particular a la libertad de prensa y expresión, típicos de aquellos tiempos.

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Creo que era la segunda o la tercera visita a Tacumbú del director, Aldo Zuccolillo, y yo me presenté voluntariamente para ejercer su defensa. Iba por la segunda semana de reclusión; muchos, aparte de su resignada familia, el abogado del diario, doctor Gerónimo Angulo Gastón, y quien esto escribe, amigo del director y su defensor voluntario en esa emergencia, pululábamos por los pasillos del penal, unos por cariño, otros por solidaridad y algún otro por estricto cumplimiento del deber profesional, casi casi empardando el número de visitantes de los demás reclusos, si bien hemos de reconocer que nuestro visitado estaba en cierto modo aislado en un piso alto del pabellón, sobre la oficina de guardia aledaña a la avenida Veintitrés Proyectada.

Era tal la cantidad de visitantes, que quien esto escribe casi no disponía de privacidad para poder dar noticias y requerir instrucciones del defendido, así que, en un momento crucial en el que estábamos ensayando un incidente que nos permitiría tal vez obtener su libertad, nos vimos obligados a ir un domingo a las seis de la mañana, horario inusitado para el penal, con el objetivo de llegar antes que los demás amigos y obtener una suerte de entrevista privada con el recluso para darle la noticia, que era, en cierto modo, confidencial. Pese a mi argucia, cuando ingresé al recinto carcelario estaban rodeando ya a nuestro amigo unas quince personas: la cariñosa doña Deolinda, que compartía, al igual que los días de libertad, el mate cotidiano de la madrugada con su hijo; la fiel Graciela, con una de sus pequeñas hijas; siempre firme, el doctor Rufo Medina; y una decena de funcionarios del propio ABC Color. Entonces, mediante una seña utilizada en juegos de naipes, conseguí llevar aparte a “Acero” para comunicarle: “Estoy intentando una jugada con la cual creo que te voy a sacar el próximo miércoles”, a lo cual el “Dire” me respondió: “¿El miércoles? ¡No seas bárbaro! No sabés la cantidad de cosas que estoy descubriendo desde aquí adentro”. Periodista al fin…

A pesar de la objeción, cumplí con mi deber profesional y el miércoles a mediodía estuve en la penitenciaría con la orden de libertad que, cumplidos los trámites del caso, estuvo lista alrededor de las cuatro y media de la tarde. A esa hora, acompañados de un guardiacárcel en el auto del doctor Angulo Gastón, fuimos a la Jefatura de Policía. Cruzamos la Dirección de Asuntos Obreros, la de Extranjeros, la de Asuntos Campesinos, la de Identificaciones, etcétera, hasta la célebre Sección Política, entonces a cargo del inspector Cantero, antiguo conocido del señor Zuccolillo y mío (habíamos competido en diversas pruebas de atletismo en los anuales Torneos de la Victoria, Cantero representando al Club Olimpia y el director y yo a una modesta institución que no por modesta dejó de ser varias veces campeona: el Alumni Club). Ya oscurecía cuando, luego de una clásica “amansadora”, se nos condujo a la Sección Política. No estaba su titular, pero sí un “amigo de la institución”, de apellido Aguilar, que ocupaba el escritorio de aquél y que, con fingida cortesía, invitó al liberado a sentarse enfrente, mesa de por medio, y al doctor Angulo y a mí, en un sofá, habitación de por medio.

Mientras le dirigía a “Acero” una suerte de filípica sobre las últimas ediciones del periódico, anteriores al “procedimiento”, aproveché para mirar la habitación y observé, entre otras cosas, una pequeña cantidad de “instrumentos” en el suelo, entre el sofá y la pared. Sin mucha sorpresa advertí tres, de diverso grosor, por cierto pulcros, de los denominados “Tejuruguái”, debidamente forrados en cuero crudo y cada uno con una inscripción hecha con marcador negro a lo largo del mango: “Constitución”, “Hábeas Corpus” y “Amparo”, y con un aparatito de madera con un dispositivo para instalar un tomacorrientes o una bobina, el célebre “magneto” que pasaba electricidad a elementos de “trabajo” propios del establecimiento.

Al tiempo que satisfacía mi curiosidad, escuché que Aguilar, en tono de apóstrofe, le decía a “Acero”: “Y espero que no salga usted a macanear con supuestos maltratos ni con inventos como la famosa tortura psicológica y compañía”. ¡Curiosa coincidencia, la tortura psicológica y los instrumentos idóneos para ella! Le di un codazo al doctor Angulo y le dije en voz baja: “Cuando salude a Aguilar, fíjate en lo que hay en el hueco entre el sofá y la pared”. Mientras me levantaba para la despedida y entretenía con una corta charla a nuestro interlocutor, el doctor Angulo se puso de pie y echó, desde su larga estatura, un vistazo al “material”. Al volverme para salir de la habitación, me pareció advertir una ligera palidez en el rostro de mi colega, y tan pronto subimos a nuestro vehículo en la calle Presidente Franco, ambos, Angulo y yo, nos apresuramos a relatar el episodio a nuestro “defendido”, quien, como era de esperarse, nos retó por no haberle dado participación en nuestro descubrimiento. ¡Solo su espíritu periodístico podía reaccionar así! Sin embargo, más allá de lo que pueda tener de pintoresco, o además de ello, creo que los lectores curiosos y que sienten interés por esta etapa de nuestra historia disfrutarán, en esta breve anécdota, de lo que tiene de ilustrativa respecto a las relaciones del periodismo con la dictadura.

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