Una noche de junio

Viajar en el espacio está sobrevaluado, nos dice en su columna de hoy el Crononauta. Hay cosas, asegura, que solo los viajeros del tiempo pueden ver.

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El oficio de viajar en el tiempo no carece de riesgos, pero depara inestimables regalos, entre los que se encuentran misteriosas coincidencias en el espacio. Por ejemplo, en una de mis jornadas laborales descubrí que dos de los músicos más importantes de sus épocas correspondientes fueron, en dos siglos distintos y distantes, el XVIII y el XX, vecinos de ciudad, de barrio, de calle y de cuadra. Nunca se cruzaron, obviamente, puesto que compartieron el espacio, pero no el tiempo.

Fueron estos dos músicos una figura cumbre del barroco europeo, George Friedrich Händel, y una figura legendaria de la historia del rock, James Marshall «Jimi» Hendrix. Vivieron en la misma ciudad, Londres, en el mismo barrio, Mayfair, en la misma calle, Brook Street, y en la misma vereda, tras las puertas contiguas del número 25 y el número 23, separados tan solo por una pared de grosor moderado y por un par de siglos, poco más, poco menos.

Händel tenía 38 años cuando, en 1723, se mudó al número 25 de Brook Street. En 1726 decidió hacer de aquel lugar su residencia permanente. Habitaría, en efecto, allí el resto de su vida, y sería en la cama de su dormitorio de aquel londinense barrio de Mayfair donde exhalaría su último suspiro un día de mediados de abril de 1759.

Hendrix tenía 26 años cuando, en 1969, se mudó al número 23 de la misma calle, alquilado por su novia británica, Kathy Etchingham, durante las últimas presentaciones de The Jimi Hendrix Experience. Otro músico extranjero que, como Händel, llegaba a Londres para no irse nunca. Otro músico extranjero que, como Händel, tomaba Londres por asalto, en este caso luego de una jam session que hizo historia y fue la admiración y el chisme del circuito musical de la ciudad.

Händel vivió 36 años en Brook Street. Sacudió sus paredes con notas de fuego durante esas décadas prodigiosas. Hendrix murió dos años después de mudarse a la puerta de al lado dos siglos más tarde, pero en sus últimos meses de vida el número 23 de Brook Street también le permitió concentrarse en componer, y esos meses nos dieron Electric Ladyland.

En sus aposentos de Brook Street, Händel estaba cerca de las comunidades artísticas del Soho y Covent Garden, y también del palacio de Saint James, donde desarrollaba su trabajo oficial, y en los suyos Hendrix recibía numerosas visitas de amigos, admiradores y colegas. Pero créanme, crononautas, un clima peculiar de discreción intensa y fecunda se respira en esos interiores. Sabemos que tanto Händel como Hendrix fueron conocidos y reconocidos, incluso muy populares, pero no creo equivocarme si les digo que fueron esas habitaciones de Brook Street las que a ambos les permitieron dedicarse finalmente a crear a solas, que era para lo que los dos habían nacido, por diferentes entre sí que a nosotros nos parezcan. Y allí vivieron los dos hasta su muerte; es decir, Händel hasta los 64 años de edad, y Hendrix hasta los 27.

¿Mencioné ya que allí compuso Händel muchas de sus obras más importantes, entre ellas –esta, en tres semanas de finales del verano de 1741– el Mesías? Pues pocos días después de mudarse al lado de la que fuera morada de Haendel, Hendrix se compró el Mesías en vinilo en la tienda de discos del barrio, One Stop Records.

Hoy las placas con las iniciales gemelas de sus dos ilustres inquilinos en las fachadas de los números 23 y 25 de Brook Street indican que esta historia es ya lo bastante conocida como para alimentar visitas guiadas y circuitos turísticos barroco-sicodélicos. Pero, ¡ay!, visitas y circuitos como esos no son a nuestros ojos, crononautas, sino los burdos, ilusorios goces de personas condenadas a no poder viajar como nosotros, de turistas vulgares, limitados a ser simples viajeros del espacio.

Una noche de junio, el fantasma de Händel salió a dar un paseo, como era su costumbre, a la luz de la luna. Como sabrán, las noches de junio en el norte son con frecuencia templadas y luminosas. De pronto, nuestro paseante, aturdido por la sensación de haber escuchado algo inexplicablemente familiar y a la vez nuevo resonando en el aire, se detuvo de golpe, como paralizado. Era una melodía lejana y apagada, apenas audible a esa distancia, que venía de algún lugar cercano a la casa de Händel; al parecer, quizá de la casa del vecino de al lado. Händel, inmóvil, trataba de descifrar ese sonido, sin entender su propio desconcierto. Poco a poco, fascinado, empezó a moverse, a seguir ese rumor que se iba volviendo más y más fuerte y claro conforme se acercaba a la ventana del vecino, de la cual emanaban la música y la luz. Y se quedó allí, de pie, enfrente. En medio de las tinieblas. Y cerró los ojos, feliz y deslumbrado, al escuchar su música, que aún no era suya –la escribiría al despertar–, sonando a todo volumen en el tocadiscos mientras giraba el vinilo que ese día se acababa de comprar Jimi Hendrix en la tienda del barrio.

Y ese, crononautas, es uno de los momentos que solo los viajeros del tiempo podemos ver.

crononauta700@gmai.com

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