El fin de la reforma agraria, o la necesidad de nuevos paradigmas de desarrollo productivo rural

La idea de reforma agraria definitivamente se resiste a morir. Cada cierto tiempo se acude a ella como mantra sagrado para resolver las injusticias, asimetrías y desigualdades sociales del país. Esta aproximación mecánica y simplista, donde la tierra es el factor de explicación por excelencia, tiene sus bases en la historia de tenencia de la tierra en Paraguay.

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En un país desprovisto de metales preciosos y de otros recursos naturales de alto valor, la tierra se convirtió en un medio inicialmente para especular, desde 1870 a 1990. Luego, desde inicios del siglo XXI, el uso de la tierra experimentó una transición hacia fines productivos orientados a generar renta. Sin embargo, durante varios periodos los campesinos no habían tenido la posibilidad de acceder a tierras en las cuales desarrollar sus sistemas de vida. Basta recordar la estatización de todas las tierras públicas realizadas por Gaspar Rodríguez de Francia a inicios del siglo XIX y la venta de inmuebles públicos luego de la guerra contra la Triple Alianza.

La tierra era un recurso infinito, por la gran cantidad de hectáreas disponibles, pero a la vez inaccesible, por dificultad física y político-administrativa.

En estas condiciones, el campesinado paraguayo sobrevivió con serias limitaciones y dificultades, especialmente para administrar el crecimiento vegetativo de la población rural, es decir, cuando los hijos de los campesinos se emancipaban y demandaban nuevas tierras. Conviene recordar, que la sociedad campesina paraguaya tiene en la ruralidad un esquema económico basado en la subsistencia de la familia, donde la tierra tiene una significación mayor asociada al arraigo y a la construcción de una comunidad de lazos solidarios.

La tenencia de la tierra había sido controlada por empresas y particulares que solo explotaban una mínima parte de las extensas propiedades que disponían, mientras que el segmento campesino se concentraba en la denominada zona central (Asunción, Central, Cordillera), con exiguas capacidades de expandirse por sus propias fuerzas, ya que las explotaciones no generaban ingresos suficientes que permitan el ahorro para la adquisición de nuevas parcelas fuera del área central.

En el caso de la reforma agraria paraguaya, el objetivo era además ocupar el extremo este de la Región Oriental (actuales departamentos de Canindeyú, Alto Paraná e Itapuá), para que se desarrollen sistemas agrícolas que permitan el incremento de la oferta agrícola exportable del país.

El resultado de la reforma agraria en nuestro país se vio limitado por algunos factores de relevancia. El primero de ellos fue el ecológico, debido a que los campesinos no conocían el bosque alto, lo que dificultó bastante la habilitación de parcelas y retrasó la puesta en producción. En segundo lugar, los campesinos no eran lo suficientemente pioneros y emprendedores para iniciar una nueva vida lejos de sus comunidades de origen, razón por la cual en un muy alto porcentaje abandonaron las tierras o vendieron ilegalmente las derecheras, retornando a la categoría de campesinos sin tierras.

En resumen, la reforma agraria se realizó en Paraguay desde 1970 hasta finales de 1990, con resultados diversos. Por un lado, el Estado logró su objetivo de ocupar y valorizar las tierras situadas en las zonas periféricas, integrándolas a los circuitos productivos.

No obstante, desde la perspectiva social, la reforma agraria no logró ser totalmente capitalizada por los labriegos. La razón principal del fracaso del arraigo campesino fue la muy baja capacidad productiva orientada al mercado, así como la escasa habilidad para incorporar nuevas prácticas y tecnologías productivas (curva de nivel, rotación de cultivos, mejoramiento de variedades y otros). La larga tradición agrícola orientada al sustento familiar y el desconocimiento del funcionamiento del mercado, pudo haber limitado o impedido el apetito hacia las innovaciones y la productividad, frenando la ascensión social.

Actualmente, luego de casi treinta años del fin de la reforma agraria, los actores que continúan haciendo alusión a ella, que además de anacrónico, se trata de una expresión sumamente reduccionista del nuevo mundo rural, siguen insistiendo en una herramienta y en una política pública que ya concluyó. El débil ejercicio académico y analítico de los tomadores de decisión, incluso de los representantes políticos, sigue promoviendo respuestas anacrónicas como la reforma agraria, a los modernos desafíos de la nueva ruralidad.

La discusión en torno a la problemática rural, es decir de sus escasos niveles de productividad, debe renovarse y enriquecerse de nuevos elementos conceptuales y metodológicos, donde la reforma agraria solo aporta una reminiscencia idílica de un tiempo pasado que definitivamente no fue mejor.

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