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No hace mucho tiempo, los hábitos y formas de vida eran muy diferentes de un lugar a otro, debido a la casi nula comunicación con las personas de otras localidades. Cada sociedad tenía su manera de vestir y preparar la comida, también de relacionarse con los demás o entretenerse. Actualmente, en este mundo interconectado, ya no vas a ver a un paraguayo con la vestimenta tradicional, sino con ropas fabricadas en el extranjero, de diseñadores o marcas internacionales.
Es poco probable que encuentres a alguien escuchando una dulce guaranía o jugando con su trompo arasá, pues estos hábitos fueron remplazados por otros, adquiridos −en su mayoría− de los países de la región. Estas nuevas costumbres se van extendiendo por todo el planeta como producto de la globalización.
Nuestro país también participa de la integración cultural, que tiene sus pros y contras. Como aspecto positivo, está el hecho de conocer las tradiciones de otros países e, incluso, tomar algunos hábitos. El problema es realizar solo esa parte del proceso, que consiste en adoptar las costumbres de otras regiones y no preocuparnos por demostrar al mundo el acervo folclórico nacional, ya que es más fácil acoger el estilo global y desplazar las prácticas autóctonas.
Todo este sistema va relacionado con la expansión y el consumo de los productos culturales al alcance mundial, fundamentalmente: cine, televisión, literatura y música, en los que el factor tecnológico multiplica su capacidad de difusión a gran escala. La valoración positiva o negativa de este fenómeno puede variar según la ideología de las personas, debido a que ha despertado gran entusiasmo en algunos sectores, mientras que en otros, un profundo rechazo.
Lo ideal sería hacer de la globalización un intercambio en el cual, a la par de adquirir estilos y hábitos culturales ajenos, también nuestras costumbres y tradiciones se puedan dar a conocer al resto del mundo. Solo es cuestión de darle un poco de valor e interés a nuestra identidad autóctona.
Por Ricardo González (19 años)