La última bocanada de Cerati

La neblina acariciaba suavemente las notas musicales aquella noche en Venezuela; lo envolvía acogedoramente, mientras reía al son del bullicio de la multitud. La batería dio el último golpe a su lado y se dispuso a juntar los palillos para la próxima presentación que nunca vendría. La sensación era extraña, él se sentía satisfecho, mientras bajaba al camerino en medio del movimiento del backstage. No sabía que la arena, más que nunca, se escapaba de sus manos.

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La guitarra se cansó más que él en ese concierto, ardió y desparramó puntadas inmortales. Luego, de a poco, la neblina fue cegando más todo; no podía contar lo que le pasaba, quería hablar, pero sus labios no respondían. Se enrarecía su cuerpo; entonces, se postró en el sofá del camerino, esperando ser alcanzado por el aire. Esa noche mágica se había convertido en una de las más turbantes.

Pensaba en Buenos Aires, en las calles azules, así como en los ojos de los fanáticos, en los abrazos de sus compañeros, la satisfacción que quedó después del recital y las borrachas notas descosidas que bailaban en su entorno. La cabeza se le hizo más pesada, estaba entumecido en parte, solo unos momentos después de la fiesta.

Lo llevaron del sofá a la ambulancia, de un lugar a otro. Se movilizó el ambiente, que para él no era más que un ensordecido silencio de imágenes cambiantes y fugaces que no podía seguir con los ojos.

Volvió a tener conciencia, se miró en un espejo intentando descifrar qué acontecía, la mitad de su rostro parecía no poseer vida. Cada vez era menos Gustavo. Luego de deambular extrañado, la luz se apagó y en los ecos vibraba un fuerte “despiértame”, que nunca fue concedido.

Su voz se enterró en aquel cuerpo pesado, ya no lo sentía suyo. Las conversaciones a su alrededor se esfumaban, pero una voz siempre estaba ahí, siempre lo acompañaba, la misma que lo vio nacer y crecer. Mamá nunca se fue. Él solo quería que ella supiera que la escuchaba, no obstante, no lograba volver. La mano de esa mujer nunca se apartó, y él, con sus máximos esfuerzos, la estrechaba a veces.

El temblor comenzó de forma inesperada, pues él cayó en un sueño del que nadie consiguió despertarlo, como las grabaciones predecían. Otro crimen quedó sin resolver, cuando partió, no sin antes dejar su verbo tallado en la historia. Hoy miles intentan ser fieles a sus letras: “Poder decir adiós... es crecer”. Mientras, lo ven volver solo a través de inmortales canciones.

Por Ayelén Díaz Chaparro (19 años)

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