Las manos pálidas y sucias del niño me ofrecen caramelos a cambio de una moneda

Esta es una historia de ficción: Un sentimiento desolador quedó en mí tras haber intercambiado una moneda por un caramelo con un niño. No era un chico común y corriente, sino uno de los que pasa desapercibido, aunque tenga manos pálidas y pies descalzos.

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Voy dormitando en el colectivo hasta que escucho una voz tierna. Un niño, de no más de diez años, ofrece caramelos a todos los pasajeros. Algunos lo ignoran por completo, como si su presencia los molestara o como si no fuese un chico que debería estar estudiando en la escuela mientras comparte con sus compañeritos.

Observo con atención sus ojos color café, definitivamente son más profundos que los de una persona que ha vivido rodeada de comodidades toda su vida. Su mirada, siempre distante y apagada, revela cientos de problemas que, en su corta edad, no puede solucionar, aunque lo intente.

Sus pequeñas manos, pálidas y sucias, demuestran que el niño lleva una alimentación deficiente y que no tiene una mamá o un papá que lo cuide, que peine su cabello castaño oscuro y que le recuerde que debe lavarse los dientes antes de ir a dormir si no quiere tener caries.

Veo sus pies, descalzos y callosos, que habrán recorrido cada rincón del microcentro de Asunción. Seguramente, el dolor, ocasionado por el asfalto caliente y las largas caminatas, no se siente tanto como el rugido que emite su estómago, demandando recibir un poco de comida para poder continuar vendiendo los caramelos hasta que la noche empiece a teñir las primeras nubes de negro.

Logro ver cómo una señora, con un hijo de casi la misma edad que el niño de los dulces, hace una seña para llamar al pequeño vendedor y comprar su producto. La comparación surge de inmediato: Uno se encuentra completamente desamparado, valiéndose por sí mismo para sobrevivir. El otro se ve refugiado en el abrazo de su madre y goza de la dicha de tener un uniforme de escuela y la barriga llena.

Se me ablandó el corazón, el chico de las manos pálidas y pies descalzos es tan solo uno de los tantos niños y jóvenes de nuestro país que se encuentran bajo el cobijo de las calles. Lo mínimo que puedo hacer es comprarle los dulces, aunque comprenda que esos 1.000 guaraníes no le darán un plato caliente, unos zapatos ni una cama donde dormir.

Llamo al pequeño y me saluda con una sonrisa sin dientes, pero amigable. Me ofrece un caramelo de menta y yo le paso una moneda. El intercambio fue rápido, pero en mí quedó un sentimiento desolador por varios minutos, como si fuese culpable de algo aunque no supiera por qué.

Miro al niño mientras desciende del colectivo y me imagino que debe repetir la misma rutina: pasar bajo el molinete y recorrer asiento por asiento, ofreciendo los pocos dulces que tiene. Yo sigo mi camino, pero el sentimiento de culpa no deja de acompañarme.

Por Fiona Aquino (18 años)

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