Aventuras en Nueva York

La estadía del presidente Horacio Cartes en Nueva York, donde participó de la 70ª Asamblea General de las Naciones Unidas, tuvo algunas peripecias que, seguramente, derivarán en anécdotas inolvidables en futuras reuniones familiares.

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En el momento cumbre del Mandatario, cuando pronunciaba su discurso ante el pleno de la Asamblea, fue interrumpido por el secretario general Ban Ki-moon, quien pidió por favor a los demás jefes de Estado que hicieran silencio. Evidentemente, no se molestaban siquiera en simular que lo escuchaban. Fue una descortesía y un momento lamentable que, de alguna manera, anunciaba otros peores que vendrían después.

Este hecho confirmó algo muy sabido: a excepción de los medios de prensa del país al cual pertenece el presidente que hable, a nadie le interesa lo que digan desde ese atril internacional. Es obvio. ¿Qué puede tener de atrayente la declaración del mandatario de algún ignoto país del globo terráqueo haciendo un elogio de su gobierno, mencionando desopilantes datos de reducción del 50% (!¡) de la pobreza extrema?

El siguiente episodio lo protagonizó con un joven “delegado del Partido Colorado” en USA quien, sin importarle ningún protocolo y logrando una conversación con Cartes que ya quisieran tener los cronistas presidenciales de vez en cuando, le pidió-exigió una entrevista. De paso, calificó de inútiles a los representantes diplomáticos paraguayos en EE.UU., por no haberles agendado una reunión ni avisado de la visita presidencial para ir al aeropuerto a hacerle un recibimiento, presumiblemente chupamedístico.

El Presidente reaccionó como lo describen quienes lo tratan habitualmente. Le dijo al joven, en tono amenazante, que se “modere”. Solo le faltó agregar “o si no, te hago moderar yo, al estilo Ramón Aquino”, recordado garrotero del stronismo.

El tercer episodio fue el más patético, porque reveló a nivel internacional algo que los paraguayos sabemos bien: la dependencia absoluta que tiene Cartes de la tecnología para decir dos oraciones seguidas sin equivocarse.

Ante una audiencia de estudiantes de una universidad de EE.UU., estaba haciendo un elogio de su gobierno (aprovechando que no se dirigía a residentes en nuestro país) y mencionó que su administración respaldaba a los jóvenes paraguayos que reclaman una mejor educación cuando, de repente, se le embarulló el teleprompter que leía para hilar su discurso. Su reacción no fue la de un estadista acostumbrado a hablar en público, con una broma de ocasión o improvisando el resto de su disertación. No. Se quedó mudo varios segundos, exhibió un rostro como pidiendo que se abriese un abismo debajo de él y retomó, mal que mal, el hilo, después que le repararan el artilugio.

Pobre anga el Presidente. Él no tiene la culpa de no saber un poco de oratoria básica, de no poder ubicarse en su rol y de que no lo respeten ni sus correligionarios. Él es así. La culpa y la vergüenza ajena es de los paraguayos que lo elegimos para ocupar un cargo que al parecer le queda grande.

mcaceres@abc.com.py

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